“Ten por supuesto / que mis poemas / son la sombra que, / por la luz de la lámpara, / proyecta mi cuerpo / sobre el cuaderno”.

Javier Das (Madrid, 1980) reside en Hondón de las Nieves (Alicante). En narrativa, sus obras publicadas son: Todas las ciudades y París (2015), Mapa epistolar de París (2019) y Mi abuelo es soluble en agua (2019). En poesía, ha publicado En estas cuatro paredes (2008), No hay camino al paraíso (2009), compuesto por su poemario Sin frío en las manos y Le aplastaré con mis versos del poeta José Ángel Barrueco. Su último libro es una colección de haikus que lleva por título Un pez que baila (2021).

Recorrer la obra de Javier Das es tomar conciencia de las pequeñas cosas, de esa cotidianidad que parece revelarse ante nosotros para dar sentido a la vida, a la razón de ser y de estar en un mundo tan sencillamente complejo. Los sentimientos o las sensaciones abren puertas sin retorno que se convierten en objeto poético, en abismos que buscan salida en las palabras y transforman en aliento aquello que no nos deja respirar.

“No merece la pena vivir / si a cada paso que das / no sientes un latigazo. // Si no te dejas devorar cada noche, / si no prendes fuego a un piano / mientras bailas en sus teclas. // Merece la pena perder la cabeza / por la canción que tarareas, / merece la pena ponerte el sombrero / y encender las farolas de la ciudad. // Con el frío en el bolsillo / de tu chaqueta, / con la hora cambiada / para trasnochar cien veces. // Porque saltar es algo / en lo que hay que mantener / los ojos abiertos”.

Con un lenguaje directo y claro, sus versos recogen la propia experiencia, elementos autobiográficos que, atravesados de subjetividad, completan la imagen vivencial del poeta. De esta manera, el vértigo de vivir, la dureza de un mundo que a veces nos parece demasiado ajeno, toma forma para desembocar en la esperanza, en el amor.

“En mi retrovisor / alguien está sentado / en la calle, en un escalón, / con la mirada perdida / mientras clava/ una jeringuilla en su brazo. // Pero te repito / que es en mi retrovisor, / porque cuando arranco / y acelero / la imagen desaparece / poco a poco, / y yo no tengo / que girar mi cabeza / para verlo”.

El tiempo aparece como una variable inquietante, como símbolo de lo que se va y de lo que quizá nunca llegue. Así, el presente, el instante, es una necesidad que fluye con el lenguaje; es una fuerza que nos hace ser partícipes de todo lo sensible. La aceptación del dolor, de la pérdida como algo intrínseco a la vida, dibuja un paisaje que enlaza irremediablemente con el concepto de fugacidad, de finitud.

“Y a cada paso / la necesidad de continuar / se hace mayor. // Y a cada paso / estamos más seguros / de no conocer / que paso debemos dar ahora. // Porque la vida es algo / que no todos los días / muestra su cara. // Y por eso, a cada minuto, / buscamos expectantes / ese par de ojos que indiquen / dónde dormiremos / esta noche”.

La memoria es parte del aprendizaje, de ese camino imposible de desandar y que da coherencia al día a día. Vivir es una aventura con puertas que cruzar, sorpresas, encrucijadas. Desde esta perspectiva, la poesía, el acto mismo de la escritura, toma un aspecto salvífico, purificador.

“Cada noche, / a la hora de cerrar, / saco la basura acumulada / durante todo el día, / la dejo en una esquina / y allí la recoge el camión / que la tritura / y la lleva al vertedero. // Hoy, esta noche, en este poema, / intentaré hacer lo mismo, / dejar toda la basura / abandonada / en un rincón / y quedar limpio de ella. // Si alguien sabe / qué hacer con ella / o cómo destruirla / que se la lleve, / son cosas que no guardo / ni para mí mismo”.

La capacidad de síntesis, de condensación, adopta forma de haiku en Un pez que baila, un libro publicado por La Isla de Sistolá que Javier Das escribe en un proceso dilatado y tranquilo de aproximadamente cuatro años. Con la mirada puesta en los autores clásicos orientales y cercano a su filosofía tradicional, construye de manera renovada un cuaderno de bellos momentos que enlaza con las estaciones del año y deja entrever el transcurso de la existencia. Naturaleza y armonía son la médula de este universo, de este concierto de asombros sucesivos.

“Salgo a correr, / comparto el camino / con caracoles”.

“De los olivos, / a mi paso, bandadas / de estorninos”.

“Recojo sedal, / huyen los peces / con la tripa llena”.

Es la emoción, el aware, lo que empuja al poeta a escribir. Lo que en principio no dice nada y, a través del lenguaje, queda impreso en la eternidad sensorial de una página en blanco. A través de los sentidos, toda la belleza cabe en diecisiete sílabas. Y es que no es casual el amor de Javier Das por la música, por el sonido del shakuhachi, de las flautas que resuenan en el silencio de sus palabras.

“Sobre la flauta, / posada, una mosca. / Nada la espanta”.

“Almendros en flor. / En las viejas colmenas / ningún zumbido”.

“Se ha deshinchado / el balón olvidado / entre naranjos”.

Javier Das es un poeta en continua evolución. Su espíritu inquieto le hace escoger distintos caminos por los que seguir su indagación personal. Una búsqueda que siempre desemboca en la literatura y que brota de distintas fuentes. Su corazón late con fuerza y cada latido se advierte en el ritmo de sus versos, de su narrativa sincera y fresca. Sus haikus nos acogen para trasladarnos a la escena donde ocurren los pequeños milagros y hacerlos visibles. Disfrutemos de Un pez que baila, de los “pequeños brotes verdes / entre baldosas”, de “el olor del jazmín”, de “los granados en flor”, de “la rana hambrienta”. Sintamos la belleza. Leamos.