“Pido disculpas / por haber pasado las noches / peinándole las escamas a tu paisaje / de vida impresionista. // Cuando la pasión se disfraza de madre, / cualquier excusa sabe a rincón / de braseros bajo los que cobijarse / del hedor de las grietas. // Mis dedos de niña han acabado emborronando / el retrato a carboncillo que me dejaste. Permanezco / envuelta en tu útero, pero todavía no logro respirarte”.
Yasmina Galán Pons (Gandía, 1980) es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Valencia. Durante su travesía por Valencia formó parte de la Revista Literaria Náyade (1998), pasando a ser la directora adjunta de la misma hasta 2004. Fue codirectora de la colección de plaquettes Mar de Letras y fundadora y coordinadora de la Revista de Investigación-creación Ítaca. Entre sus publicaciones se encuentran Alas de mariposa (Primer premio de relato, Ayuntamiento de Camuñas; Mar de Letras, 2002), En dos tiempos (Primer premio de poesía “Marc Granell”; Edicions 96, 2003), Versos de ida y vuelta (Primer premio de poesía “César Simón”; Denes, 2004). ¡Teatro, puro teatro! (Primer premio de poesía del Ayuntamiento de Aspe 2019). Asimismo, en 2005 ganó el Premio “Mar de poesía” al reconocimiento poético (Valencia), en 2008 el Segundo premio “Eugenio Carvajal” de relato de Mieres y quedó finalista en el Premio Internacional de Poesía “Pilar Fernández Labrador” (2016). Algunos de sus escritos también se encuentran en los siguientes libros y antologías: Cuentos que curan (Editorial Océano, 2005), Ventanas (Torremozas, 2006), Las mujeres cuentan (Generalitat Valenciana, 2009) y No resignación (Ayuntamiento de Salamanca, 2016); y es autora de artículos críticos recogidos en revistas y publicaciones de investigación. Su último poemario es Las estancias del ruido (Contrabando, 2020).
La poesía de Yasmina Galán es un vidrio tallado en el que se refleja una luz fraccionada en mil colores. Su fragilidad nos sumerge en un alud de sentimientos que nos lleva a un mundo de contradicciones; a sentir una fuerza que no se agota, que persiste con la conciencia del vuelo a sabiendas de que solo uno mismo es capaz de mover sus alas.
Todos sus libros, sin excepción, tienen un discurso y una estructura muy marcada que hacen visible la disociación entre la pulsión creativa y la razón. La unicidad temática y la vinculación estética entre los poemas provocan que, tras la lectura, tengamos la sensación de haber asistido a una obra de teatro de la que el público no puede salir indemne. Un mundo en el que la ficción y la realidad marcan la misma frontera y tambalean la conciencia desde la perspectiva social. Así entramos en un canto a aquello que es justo y que, a pesar de todo, persiste en la nocturnidad del anhelo (o de lo imposible).
“Ya no tendrás que disculpar / tu alimentación de migas / sin pespuntes de pan. // Este erizo ha decidido limarte / las puntas de la pena / sazonando con su lengua / la herencia de unos ojos / que se niegan a vestirte, / a estas alturas, solo de cenizas”.
En Las estancias del ruido, la autora nos coloca frente a esas cuestiones que nos llevan a descubrirnos, a destapar las verdades sin tapujos y sonreírle a la herida. El dolor anida en las manos y, a través del lenguaje, se convierte en pájaro con la intención de hallar la libertad. De esta manera, nos adentramos en un proceso vital invertido que parte de la muerte, del ruido, hasta alcanzar la vida, el silencio.
“Caminas sin pies, / como si te quemara el paisaje, / como si el atuendo de lo que te rodea / fuera la imposición de un nombre / no correspondido. / Buscas en el asfalto el sudor / de unos trazos que le den sentido a tu jadeo. / Aún así, sigues caminando y, de camino, / te preguntas por el sentido de la anécdota. // El paisaje es pasajero, / mero susurro de lo que estará por venir. // Tal vez por ello / -muerta de miedo- / sigas dudando en darte una oportunidad”.
En este viaje sin asideros, la superación y la lucha nos hacen ser a través de la literatura. La autora nos conduce por un mundo grotesco en el que se adivina una verdad inquietante, y no cesa hasta encontrar una sima tan profunda como su corazón. Desnudez, memoria y frío se conjugan en un ejercicio de ausencias, de desprendimientos necesarios, de amor y supervivencia.
“Ignoro si supimos / darle un nombre adecuado / a las estancias del ruido / cuando huíamos de unas arrugas / que nos obligaban a desenredar / la vela de una tarta aún por soplar. // Tú y yo acabamos conociendo / tantos mundos en minúsculas / que fuimos incapaces de atisbar / ese chupete con matices de congoja / tras el escuadrón del barco pirata / de playmobil. // Hermano, aún podemos rebañar / los huesos de este estribillo: / nuestras brasas son incapaces ya / de prender con otros fuegos”.
El juego de camuflar las realidades, de literaturizarlas para exorcizar cada experiencia vivida, llevan a Yasmina Galán a jugar con diversos personajes, a entrar en una galería de espejos en la que el lector advierte cuestiones muy duras pero cuyo entorno las hace susceptibles de interpretación. Las metáforas, los símbolos, las imágenes con cierto aire surrealista, las referencias literarias, ayudan a esto.
“Quiero ser concreta: / escribir avispas, platos, aire… / tapas de verano sobre la mesa, / esas con las que no pasa nada / si no las comes a tiempo. // El deseo por paladear / todas las imágenes abiertas al miedo / me quita el hambre, pero es que lo eterno / me hace efímera, le levanta las cejas / a mi sonrisa de cría a base de contradicciones, / esas a las que hay que echarles gotas en los ojos / para que no escuezan de tanto gritar”.
En la obra de Yasmina Galán la dureza del hecho poético se proyecta hacia el exterior con cierto tono aséptico, con una intencionalidad neutra que se crea por propia necesidad a la hora de la escritura. Su cosmovisión la hace distanciarse para poder contar, para poder crear un universo donde plasmar su identidad, en eterna evolución y cambio. Es en esta madurez ajena a los calendarios donde se viven los rincones de la niñez, donde la fortaleza y las arrugas se funden para seguir el camino.
“La ira es encogerse de brazos / cuando el mundo decide / cortarle las venas a cualquiera / de tus auxilios tatuados en la piel. // La soberbia es que ellos / mantengan la boca sellada / mientras tú tragas sangre / fingiendo que no huele a muerto. // Acabo de convertir mis versos / en unos pecados a los que / -espero- les cueste seguir / transitando las aceras para, así, / comenzar a masticarlos / sin la necesidad de llevar / dentadura postiza”.
Dentro de las travesuras estéticas de sus publicaciones, en Las estancias del ruido, la poeta nos sumerge en un juego literario que parte de la admiración hacia distintos autores y convierte sus propias composiciones en notas a pie de página. Sirva de ejemplo el poema “Mascarada infantil”, que abre con una cita de Marc Granell: “És dur el mur i és molt alt”, y que aparece en el pie de página número 4:
“(4) Esa madrugada nos dejamos llover / desfilando victoriosas sobre las calles de Oliva / cuando las cadenas del siervo susurraron / nuestras limitaciones al oído: / ‘Hacedme el favor de desconfiar / del péndulo precipitado del ala’. // Desde entonces ambas hemos necesitado / un pañal con el que disimularnos las ausencias”.
Yasmina Galán no puede vivir sin escribir. Con la delicadeza del cristal, su pluma nos aborda y nos abre el alma ante todo lo que es capaz de atisbar nuestra mirada. Dice el primer poema de Las estancias del ruido que “Alicia es la escriba del espejo / sobre el cual los muertos / siguen haciendo ruido. // ‘Bienvenidos a la trampa / de un país de huesos / sin casi maravillas’, / dijo el conejo”. Desde la paradoja y ante tanto estrépito, solo queda un volcán de silencios cuya lava se esparce en forma de poemas y quema el dolor para dar luz a todo lo que nos rodea. Sigamos la senda del guerrero. Leamos.
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