Podríamos concluir rotundamente este texto, incluso antes de esgrimir los torpes argumentos de nuestra opinión, con la siguiente sentencia: el ignorante teme todo aquello que no entiende. No es una observación novedosa, en absoluto, pero convendría rescatarla del cajón, donde descansa cómodamente arrumbada, y desempolvarla con cierto brío. El ignorante —y por ignorante aludimos a la persona con una limitada capacidad de reflexión, derivada de una escasa o muy pobre cultura— se resiste categóricamente a aceptar aquello que no logra comprender. Además, y precisamente por adolecer de flaco razonamiento, no muestra ningún interés por el análisis. Prejuzga, luego existe. Una de las más visibles características del ignorante es el recelo, un recelo enfurruñado y esquivo, del que brotan ordenadamente un odio atávico, una superstición estúpida y una intolerancia de campeonato, tan arraigada esta última al suelo —un suelo, el de la población donde reside, que jamás ha abandonado—, que necesitaríamos cuatro robustas mulas, bien motivadas, para moverlo de sus convicciones.
En los entornos más deprimidos, con un delgado nivel educativo —una población pequeña y aislada, una barriada, un elegante bloque de viviendas con alta densidad de merluzos—, la inesperada aparición de un nuevo vecino, cuyo color de piel es sospechosamente inusual —tres grados Pantone por encima de lo razonable—, pone inmediatamente a la defensiva al ignorante, que se apresura a levantar los muros de su más profunda suspicacia, y a exhibir, por el hueco de las troneras, sus afilados colmillos. Mención aparte merecerían, desde luego, las reticencias o la inexistente voluntad de los nuevos vecinos por integrarse en una cultura y unas costumbres ajenas, pero hoy únicamente nos limitamos a aporrear una cara de la moneda.
El ignorante más primario, engrosemos su brillante currículum, aborrece la condición sexual no tradicional de los otros, las uniones pintorescas: siente encendida repugnancia y visceral rechazo, porque no las comprende y, por ende, se siente amenazado. Su reacción, en muchos casos, especialmente cuando considera que peligran los cimientos de su estructurada cotidianidad, es agresiva y violenta. Cuando un ignorante ataca a un homosexual —para castigar su abominable conducta, para corregir su desvío—, no lo hace por su cuenta, lo hace siempre en grupo, mezclándose en la recua, para así garantizarse el éxito. Porque el ignorante no solo es primitivo y salvaje, también es cobarde. De forma muy similar, el macho ignorante que golpea a una mujer no lo hace en la primera cita, porque prevé su respuesta airada y muy probablemente la denuncia. Por el contrario, la somete lenta y gradualmente, la envuelve en falso cariño, la amedrenta, anula su capacidad de reacción, y cuando ya no tiene escapatoria, cuando la ha privado de cualquier recurso y queda por fin atrapada en su ominosa telaraña, la hiere y, en ocasiones, la mata.
Todo está en la educación, en la temprana transmisión de valores, en inculcar prematuramente el respeto. Poco o nada importan las ideologías políticas. Y no ayuda, qué duda cabe, la permanente frustración social: la dificultad de encontrar un empleo, el enquistado y pueril enfrentamiento entre clases y géneros, la perspectiva negra de los jóvenes o la imposible empresa de formar una familia. El viscoso resentimiento que todo esto provoca, destilado gota a gota, hace aflorar, más aún, los instintos más viles y rudimentarios del macho ignorante.
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