Existen empresas harto complicadas de llevar a cabo en la vida. Labrarse un futuro honesto, por ejemplo; esta es gorda. Penetrar en el corazón de la suegra y lograr de ella el obsequio de su simpatía: esta es aún más gorda. Pero hay muchas más, todas complejas, todas cubiertas de espinas, todas trazando un tortuoso y largo recorrido: educar a un niño y conseguir que mantenga los pies en el camino, aislándolo del vicio, apartándolo de la depravación; no desfallecer mientras se lucha durante años por alcanzar un propósito, el de sostener firme y erguido el negocio familiar, tal vez, o el de triunfar, envuelto en aplausos, sobre la fría madera de un escenario; sacrificar las noches de júbilo, la entera juventud a cambio de una medalla, a cambio de arañar una milésima de segundo al cronómetro en una competición deportiva; ascender la roca helada, desafiar la gravedad, balancearse valientemente sobre el inmenso abismo, abrazar la cima de la montaña y grabar la hazaña sobre la piedra; hallar por fin, entre las penumbras del crepúsculo, en los fatigados umbrales del ocaso, el amor verdadero, el amor sin dobleces: esta es, de todas, la más gorda.

Uno se prepara concienzudamente para lidiar con estos ensueños, para convertirlos mañana en tangible y alegre realidad. Se estudia, se batalla con ferocidad, se muestra un honrado empecinamiento, se practica sin descanso, se permanece en vela, se perfecciona la técnica, se pule la estrategia, se ensancha el músculo, se entrega hasta la última gota de sangre y de sudor, se conquista la excelencia, y, en muchos casos, se obtiene al cabo la merecida gloria: el negocio prospera, la ovación se eleva atronadora, el trofeo reluce en la vitrina del salón, la suegra nos adora.

Pero hay un fatal episodio para el que jamás estaremos preparados, para el que nunca podremos valernos de un buen entrenamiento. Una compleja y espantosa tarea de la que nadie está a salvo y que, sin previo aviso, asoma en mitad de nuestra rutina a traición, a plena luz del día, que nos sorprende y nos cambia violentamente el paso, que nos arrastra sin miramientos, que nos empuja con bruscos e insensibles ademanes hacia el barranco más abominable: la tarea de despedir, para siempre, a un ser querido.

Existen empresas muy complicadas de llevar a cabo, pero ninguna como esta, ninguna tan irrealizable como esta, ninguna como la de retener entre las nuestras la mano frágil de un ser querido y contemplar cómo la vida se apaga poco a poco en sus ojos, ninguna misión tan desoladora como la de enfrentar la mirada asustada de la persona que amamos y no encontrar una palabra de aliento para ella. Ninguna desgarradora labor como la de tener que enmascarar nuestros propios temores, disfrazándolos de un pobre optimismo, para ofrecer un leve consuelo a nuestro ser querido, para tratar de hacerle entender que todo está bien, que hay esperanza, que no existe ningún motivo para sentir miedo.