Si nosotros no hallamos consuelo, nosotros, que vemos la tragedia desde la distancia, qué consuelo podrán encontrar ellos. Si nosotros nos estremecemos, nosotros, que observamos el desastre desde la distancia, qué terrible estremecimiento en lo más hondo de las entrañas no estarán sufriendo ellos, a quienes la desgracia sorprendió en mitad de su rutina, a quienes el destino ha arrebatado todo aquello que daba algún sentido a sus vidas. Si a nosotros se nos desgarra el corazón, si a nosotros, gota a gota, se nos desangra el alma, a nosotros, que contemplamos esta debacle desde la distancia, qué alma en pie podrá quedarles a ellos, qué entereza podrá mantenerlos todavía erguidos.

¿Acaso era esta la última prueba que necesitábamos para comprender la verdadera insignificancia del ser humano? ¿Era esta la demostración definitiva, tal vez, de cuán frágil es la vida humana? ¿Y era precisa una crueldad semejante para entenderlo todo? Somos la mota de polvo más irrelevante en todo el vasto universo. La más nimia partícula de arena en este inmenso lienzo de terciopelo azul, la más trivial, y también la más tierna, la más entrañable, la más valiosa. Somos una figurita de precioso cristal envolviendo un beso, el más dulce, el más inocente, y nada podemos contra los arrebatos furiosos de la naturaleza. Frente a ella, frente al capricho de su enojo, frente a su cólera insensata, no somos más que trémulos barquitos de papel. Somos el niño que enarbola una espada de madera frente a la rabiosa embestida de una tormenta infernal. Con uno solo de sus zarpazos, la naturaleza nos vence, no requiere más. Uno solo de sus reveses basta para descoser la más hermosa de las sonrisas, para destruir una vida, para enterrar los sueños, las ilusiones que esperábamos ver florecer mañana.

Tiempo habrá de juzgar si una hora antes o una hora después habría significado una mayor o menor tragedia, si la premura en el aviso habría cambiado en algo este espantoso resultado de agria desolación. Estamos convencidos de que no. Tiempo habrá de analizar las zancadillas de la burocracia, los estúpidos palos en la rueda que se colocaron para impedir el paso a aquellos corazones bienintencionados y generosos que solo pretendían ayudar. Tiempo habrá de admirar, asombrados una vez más, las piruetas políticas que unos y otros llevarán a cabo para intentar apartar de sus faldones las salpicaduras de la culpa, es decir, de la ineptitud, de la torpeza. Huelga decir que estos aspavientos políticos y sus mutuos ataques, fruto de la más repugnante miseria personal, y calculados únicamente para protegerse, no quedarán grabados en la memoria colectiva, como merecerían —y mucho menos castigados—, pues serán sepultados bajo toneladas de la más podrida demagogia, como invariablemente ocurre. Pero sí quedarán grabadas a fuego estas luctuosas jornadas de colosal catástrofe.

El futuro de todas esas personas hecho trizas en un instante, en una amarga noche de infierno. El alma de un país, para siempre, en mil pedazos.