Se está perdiendo la noble tradición de asestar un guantazo con la mano abierta. Hemos abandonado, ay, desgracia, esa tan socorrida y peninsular costumbre, que de tantos charcos nos mantenía preventivamente alejados, que tantos deslices gustosamente se cobraba. El bofetón siempre ha sido, dejemos constancia, un jarabe universal. El guantazo reconviene al fresco y reconduce al necio, y otorga esplendor a ambos.
En la mayoría de los casos, corrige el desvío de la atención y cura los problemas de entendimiento. Refuerza la precaución en ocasiones, e impide que nos arrojemos temerariamente, verbigracia, en brazos de una moza que no nos conviene: «La quiero con toda mi alma, es la mujer que ilumina el sendero de mi vida.» Un buen amigo nos escucha y procede con generosidad: guantazo con la mano abierta, y el peligroso anhelo amatorio desaparece al instante. Desinflama el ardor juvenil y evita la caída o el traspié, y mantiene a salvo a la ingenua muchacha, que a punto estuvo de entregar su fuero interno a un miserable: «Mi príncipe azul, mi dandi encabalgado…» La oye la madre, o la tía, y suelta el brazo con alegría, y se extinguen a tiempo la tragedia y la deshonra.
El bofetón, este manotazo de santo, refrescante y liberador, beneficioso, que funciona unas veces como remedio anticipado y otras como laxante, es aplicable en multitud de contextos: que se echan mondas de plátano en el contenedor de vidrio, guantazo con la mano abierta. Que una recua de violadores sale a la calle por culpa de una nefasta redacción de la ley, guantazo con la mano abierta. ¿A quién? Ah, vaya usted a saber. Que se hacen guasas sobre los abusos sexuales, guantazo con la mano abierta. Que se exprime al ciudadano con encarnizadas subidas de la inflación, guantazo con la mano abierta. Que se reescriben los libros de historia con nocturnidad y sonrisitas; que se adapta la ley muy oportunamente para que se pueda continuar malversando con entusiasmado propósito y, de un mismo tiro, beneficiar a la caterva de compadres, a los ya condenados y a los que están por condenar, guantazo con la mano abierta. Que se autopercibe usted a mediodía con vagina y al atardecer con dos penes; que se manosea el lenguaje para privarlo de su esencia y se trufa de perlas analfabéticas pergeñadas por ignorantes, guantazo con la mano abierta. Que se instauran, sin sonrojo, otra vez, los mimbres de una nueva consulta en España del Norte, y se sacan del trastero de la suegra las urnas —llenas, para ganar tiempo— del todo a cien, guantazo con la mano abierta. Bien, pero ¿a quién, en cada caso? ¿A qué mejilla encaminamos el sano mamporrazo? Ah, consulte usted al maestro armero.
El sonoro guantazo es, digámoslo de una vez, un acto de amor. Es la máxima expresión del cariño, es la madurez del tierno arrumaco maternal. Pero oféndase usted, no obstante, querido lector, con justificadas razones de peso, por esta rebelde y encendida apología, tan impolítica, tan incorrecta, tan desafortunada, del necesario soplamocos.