Existen muchas razones en el ancho universo mediterráneo para temer ciertas tragedias, todas ellas justificadas, irremediables, siniestras. Las señales son manifiestas e incontestables: el gato negro que cruza en mitad de la calle frente a nosotros, a media noche, a la luz pobretona de la farola parpadeante. Se asume al instante el destino con resignación: «Estoy perdido, no salgo de esta»; la advertencia a media voz del abuelo, entre dientes, fruto de una sabiduría popular que echó raíces en los desteñidos orígenes del acervo peninsular: «No te toques o te quedarás ciego», y, en efecto, empieza uno de inmediato a sentir que la vista se le pone brumosa, que una densa niebla del demonio nos dificulta enfocar con precisión los objetos más cercanos; caminar descuidadamente bajo una escalera y apercibirse demasiado tarde: «Mañana amanezco cadáver entre las sábanas, estoy sentenciado». Únicamente un necio contraería matrimonio un día trece del calendario, un zoquete temerario, un desaprensivo, un tarado sin ningún apego por la vida. Son teorías supersticiosas que se veneran de rodillas con la mano en el corazón, como si estuvieran escritas con sangre en el libro sagrado de la santísima Biblia.
Ahora bien, la ciencia ha demostrado rigurosamente con argumentos que el tabaco mata. Lo ha demostrado con creces y con diagramas de todos los colores, nos ha advertido usando diferentes tipografías de que los malditos cigarrillos se llevan por delante a una multitud de personas, sin importar la clase social, la ideología política o el gusto por los albaricoques, y, sin embargo, se sigue fumando empedernidamente. A mayores pruebas irrefutables de que el tabaquismo provoca con seguridad la muerte, más deleite parece experimentarse al fumar. El chiste, trágico y penoso, se hace solo. Aquella vieja ilustración del esqueleto diciendo «Fumar adelgaza» era tan graciosa que los fumadores se morían de risa. Vaya si se murieron.
Los motivos por los que se lleva uno el ansiado cigarrico a la boca son diversos y pintorescos, y todos perfectamente aceptados por la sociedad: se fuma cuando se es un chiquillo para parecer mayor, para ser aceptado en determinados círculos, para impresionar a una chica, para ganarse el respeto del líder de la pandilla; se fuma cuando se es un adulto para coronar los tres espléndidos minutos de coito, para matar el tiempo, para acompañar la copa, para alcanzar una engañosa sensación de seguridad, para respirar en las pausas del viaje, para entablar conversaciones a la puerta del garito, para lucir como un espantajo en las fotos, para saborear mejor la comida, para sobrellevar la dieta, para mitigar el impacto de una dolorosa desgracia. Se fuma por todo eso o, sencillamente, por imbecilidad.
Los gráficos, siempre inoportunos y escalofriantes, siempre arruinándonos la fiesta, nos muestran un incremento terrible del número de mujeres fumadoras. Nos divierte mucho pisotear la corrección política, nos sentimos muy cómodos rebelándonos contra el guion, pero, tratándose de algo tan grave, nos limitaremos a compartir esta humilde reflexión: fumar está muy lejos de ser un símbolo digno de la libertad y del merecido empoderamiento femenino.
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