Habría que rebuscar entre los papeles del archivo antropológico para encontrar una razón convincente, una prueba, algo que arrojara un poquito de luz sobre esta tendencia, tan antigua como calentarse al fuego, de convertirlo todo en un drama. Esta afición pueril por retorcer el punto de vista y colocarlo siempre junto al ombligo, y presentarse uno, en la escarpada cumbre del egotismo, como el protagonista de la más trágica y desafortunada existencia. Todo es un drama alambicado. Hay una esperpéntica retahíla de frases sobadas que provocan el más soporífero hastío, y que las víctimas articulan sin sonrojo: «Lo que a mí no me pase…», «Me ha mirado un tuerto», «Se podría escribir un libro».
Qué horror, mire usted, tener un pisito en segunda línea de playa, allá atrás, mezclado con la chusma, allí, entre las penumbras del oprobio, lejos de la orilla, lejos del mundo ansiado, apartado del glamour, pisoteando el fango. Qué horror, fíjese usted, deambular por ahí embutido en ese vehículo de alta gama, ayer flamante, hoy transformado ya en un trasto inservible, en un grotesco vehículo de año y medio: va uno conduciendo semejante tartana temeroso de que una rueda le salga volando. Qué horror, atienda bien, subsistir un soltero en ese pisito infame de noventa y cinco metros: solo imaginar que hubiera de compartir semejante zulo con una pareja y unas criaturas… Oh, pesadilla. Oh, martirio. Es como para derramar copiosas lágrimas.
Estos centollos son un asco, no damos una a derechas. Ese carabinero me recuerda a mi suegra, se me está agriando la digestión. Qué espanto remojarse en las playas color esmeralda del Caribe y ponerse hasta los ojos de arena, y soportar los berridos del pajarraco exótico: cuando no es un pito es una flauta, así no hay quien disfrute del sonrosado crepúsculo. Dejarse caer en la tumbona a mediodía y que no haya a tu alrededor ni un mísero camarero con un taparrabos de seda importada que le traiga a uno cuatro Martinis. Qué asco de vacaciones. El entrecot tiene un ligero aroma a desolación, a penuria; ya no se comen entrecots como los de antes, como los de la semana pasada. En una reunión se discute sobre el riesgo del bombazo, sobre la amenaza nuclear, y alguien interrumpe las disertaciones para exclamar: «Eso no es lo peor. Miradme a mí, que me ha dejado la Vane». Lo deja la Vane y es como si a nadie le hubiera pasado antes, como si hubiese inventado la rueda, el Pantone de los sufrimientos. Qué asco de veintiún años, quién tuviera veinte. Veinte años son la gloria, pero veintiuno son miseria, son dolorosa e inmensa calamidad, es estar con pie y medio en la fosa.
Raro es el día en que un individuo oprimido, sobrenadando con fatiga en ese charco profundo de indigencia, no desahoga su desgracia reventando de una patada el contenedor de la basura orgánica. Pero el verdadero drama, el auténtico y espeluznante drama es que algunos periodistas sigan diciendo «tragedia humanitaria». ¿Humanitaria? ¿Cómo va a ser humanitaria una tragedia? Esto sí es un drama, pero gordo.
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