La figura se destaca con nitidez en el horizonte, sobre el bellísimo lienzo sedeño del incipiente amanecer. Se imagina él a sí mismo, probablemente, en esos momentos recurrentes de enfervorizada fantasía, trotando a lomos de un precioso caballo alazán, acariciando con la mano enguantada la guarnición de una refulgente espada, sonriente y ufano, las botas de cuero espejeante, la capa de negro terciopelo flotando en el aire con las caprichosas embestidas del viento. Nosotros, por el contrario, lo imaginamos cabalgando al paso sobre una triste y vieja mula de sucio pelaje gris, renqueante y malhumorada, calzando toscas alpargatas, acariciando con su garra cicatera de alimaña no una espada, sino una podrida y maloliente butifarra. Nosotros lo imaginamos abandonando el camino y pisando las tomateras, y lo fregado, y atascando la mula en el lodo, y cayendo de bruces sobre los mismos charcos de ayer, los de amarga inquina.

Ahí llega, descendiendo la pendiente con media mueca en el rostro, el condecorado general. Suenan las trompetas con alegría y revientan de entusiasmo los tambores tobarreños. Revienta también el campanario a fuerza de sacudir convulsivamente los fálicos badajos. Ahí asoma, pisando torcidamente la tierra temblona, el hombre de excelsas virtudes, de afiladas ínfulas, adalid de pueriles y fabulosas empresas, aspirante aventajado a bufón de corte, aprendiz de payaso, emperador de invisible patria, gallo sin cresta y sin voz en un desierto y mugriento corral, muñeco hoy descabezado, marioneta risueña de turbia y resentida mirada, soldadito cateto de plomo con charreteras de esparto y medallones de pobre hojalata. Ahí llega, deslizándose burdamente sobre largas y mullidas alfombras encarnadas, rodeado de guirnaldas y lazos amarillos, ahí asoma el insigne espantajo.

Cuando ya había amainado la tormenta, cuando del temporal no restaba más que algún aislado gorgoteo en los canalones del pueblo, una destacada comitiva de mamporreros acudió a desempolvar el retrato de semejante mamarracho. Bajaban ya las aguas mansas, calmosas, serenas, y algún dichoso lumbrera, con chaqueta oficial y el dedo hundido en la nariz, decidió envilecer el río a sonoros cañonazos. Al parecer, existe un decidido propósito de destruir a toda costa la concordia, de enfrentar a la población, a las familias, de contaminar la convivencia, de desunir los lazos de amistad, de enconar peligrosamente los ánimos, de remover la mierda. Cuando ya habían remitido la rabia y la frustración en las calles, cuando cesaron las pedradas y se arrumbaron los palos, cuando las llamas de la ira se debilitaban y se desmontaron por fin las barricadas, una oportuna y caricaturesca caterva de fantoches acudió a pintarrajear los pilares, tan frágiles, de la armonía social: fueron en busca del mesías para forzar y celebrar después, con arrebatado éxtasis, su feliz advenimiento. Fueron en busca del figurón, del monigote grotesco de goma, del tipejo esperpéntico, del maleterista.

La silueta se destaca con claridad en el horizonte, sobre la mula vieja y renqueante. Ahí llega el hombre facilitador de tronos, ahí asoma, con empinadas orejas de asno, el ínclito espantajo.