Las ilusiones futuras que uno concibió de la vida en general y de su propia vida en particular, por lo común, como norma más o menos establecida, nunca llegan a convertirse en realidad. El sueño que brota tímidamente en la más cándida y tierna infancia, en las noches de ardorosa pubertad, en los crepúsculos purpúreos de la adolescencia, rara vez se materializa. Quizá por su condición pródiga, por tratarse de ilusiones gratuitas, por ser lícitas ensoñaciones derrochadoras de ánimo y esperanza, de ingenuidad, nos empeñamos en bosquejar exageradamente un plácido y exitoso futuro ribeteado de guirnaldas y estrellas fugaces.
Quién no ha recorrido en su juventud innumerables senderos a la orillita del río, embelesado por el canto enigmático de los pajarillos, llevado en volandas por la bulliciosa imaginación las tardes de radiante primavera, dejándose arrastrar dulcemente por la fantasía de decenas de proyectos venideros: dirigiré la empresa familiar, compraré aquella casita en la playa, me deslizaré en el descapotable negro por las calles más transitadas, pilotaré un helicóptero, me casaré con la Mari Carmen, viajaré a Tahití, amaré en secreto a la Pili… Quién no ha conquistado la escarpada cumbre del monte en una solitaria excursión, un frío domingo de invierno, y, con las primeras pinceladas sonrosadas del alba, los ojos llorosos y la nariz encarnada como un tomate, embargado por una inocente y poderosa arrogancia, no ha sentido que el mundo entero se desplegaba como una alfombra a sus pies y ha proclamado propósitos de futuro. Quién, admitámoslo, no ha soñado quimeras, quién no ha alimentado preciosas esperanzas.
Existe la costumbre imperecedera y singular, los primeros años de mocedad, de representar el mañana como una sólida y elevadísima plataforma, una especie de abstracta tribuna donde se aglutinan los éxitos y a la que únicamente se llega ascendiendo los peldaños de una larga escalera. Una vez se alcance ese púlpito indefinido, ese alto entarimado brumoso y aterciopelado, todas nuestras ilusiones se habrán realizado y abrazaremos entonces, qué duda cabe, la ansiada y merecida gloria. Pero el paso tozudo de los años, la propia vida, que se desgrana como las cuentas de un hermoso collar, nos enseña que no hay tal cima, que ningún lugar enmoquetado nos aguarda, que no existen las medallas, que no levantaremos un trofeo resplandeciente al traspasar una meta.
En la mayoría de los casos, no somos conscientes de haber materializado nuestros anhelos. Lo hicimos, pero las trompetas permanecieron mudas, no hubo confeti ni copas de champán, y continuamos hoy, pobres necios, empecinados en saborear las mieles de una victoria que no alberga ningún sentido. Es el tiempo que dedicamos a los seres queridos, es la charla amena con un buen amigo, es un paseo al atardecer sin consultar el reloj, es la sonrisa que nos brinda un desconocido en el mercado, es el cálido abrazo en que nos refugiamos un mal día, es el reencuentro con nuestro amor de juventud, es escuchar la risa de un niño. Es todo eso, en realidad, el verdadero sueño cumplido.
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