Solo es hoy un rumor, apenas un murmullo en la calle desierta, el frágil embrión de una poderosa alarma, pero, por si las moscas, merece la pena consignar aquí ese leve y aterrador bisbiseo de corrillo clandestino. Nos confiesa la portera, con entrenado disimulo, que se están vendiendo a buen ritmo flamantes escopetas de caza en las trastiendas de algunos comercios. Dos bolsas de mandarinas y, por el extremo del mostrador, una cajita de cartuchos. Arpones balleneros también, de segunda mano, impecables. Las ventanas se cierran religiosamente a cal y canto, postigos incluidos —nos cuenta—, con la llegada del ocaso. Se están organizando batidas nocturnas por señas. Un guiño, una breve mueca, una tosecilla y a formar de a tres en el patio.
Hay una fiera suelta, una alimaña ceñuda, un espantajo peligroso y ronroneante. Hay un bicho malo al que sacudir en las costillas. Es un chinche de dimensiones humanas, un grasiento cero a la izquierda. Hay un monstruo amenazador campando a sus anchas por la urbe, un monigote de semblante torcido que pisotea nuestros anhelos de concordia, una bestia parda que trata de derribar los andamios de nuestra urbanidad, que se revuelca y retoza abominablemente en el jardín de la decencia. Se requiere darle caza cuanto antes. Hay que echarle el lazo y pincharlo con la garrocha hasta desangrarlo, y abrasarlo después en una pira sagrada con las primeras luces del alba. Sin escatimar en guirnaldas y en chorros de incienso: es, atienda usted, el masculinista. Que el Señor, si tiene a bien, se apiade de nosotros con urgencia.
Sencillo resulta reconocerlo. No hay más que verlo apresurándose a abrir puertas para ceder el paso a las damas, con esa sonrisita felona, con esos ojillos de ratón puñetero. Ahí va silbando calle abajo, mírenlo, tan pancho, tan despreocupado, tan atávico, utilizando el repugnante genérico masculino, negándose a escribir con arrobas. Ayer regaló unas flores a su esposa, y cuesta creer, en estos armoniosos tiempos que corren, que nadie tuviera la dignidad de sacudirle seis porrazos en los dientes. Cuesta creer que todavía no se haya instaurado una patrulla policial para perseguir semejantes gestos de cortesía rancia y trasnochada. Porque hoy son flores, pero mañana se empeñará él en pagar el café, y entonces, ay, el sombrajo multicolor se nos desmonta. Qué poquito costaría organizarse y teñir el pelo de verde a este animal, asiéndolo por los tobillos, y atravesarle las cejas con unos bonitos pendientes, y tatuarle cuatro o cinco palabras en chino, bien visibles, y, en fin, adecentarlo como Dios manda. Qué poquito trabajo llevaría arrear dos manguerazos a este tuercebotas y desembarazarlo de todos esos valores tradicionales, tan importunos hoy, tan anacrónicos, tan perjudiciales. Qué hermoso sería, siempre por su bien, sumergirlo en la charca de nuestra cálida corriente ideológica, y obligarlo a comulgar con nuestro dogma irrefutable. Cuánto le aprovecharía. Pero se resiste, el mamarracho.
Escuchamos al vecino a altas horas de la noche, al otro lado de la pared, engrasando concienzudamente la escopeta. Oímos los chasquidos metálicos del arpón. Hay esperanza, amigo mío.
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