El ser humano respira tres partes de oxígeno y dos partes de malas noticias. De noticias realmente malas. El ser humano actual, el de esta época gloriosa y atolondrada. En concreto, el occidental, y muy específicamente el del suroeste de Europa, el de la vida cómoda, el de la vida estable, el de la cañita y los paseos con la fresca, el de los planes de pensiones y los ahorrillos, el de las vacaciones sagradas, el de la baja por depresión, el que tiene derecho a todo y a nada se siente obligado, el que compra una casita «para tener algo mañana», para poder dejar algo a los hijos. El ser humano colmado de información, de datos, de pronósticos, de estadísticas. El de hoy, y no aquel de antes, no el de aquellos tiempos mugrientos en blanco y negro, no aquel pobre diablo que se moría de un simple catarro o de una mala diarrea. El de hoy, el moderno. Tres partes de oxígeno y dos partes de miseria.
Los medios de comunicación y los corrillos que se forman en los descansos del trabajo —y también esos cónclaves secretos entre vecinos en un rincón del cuarto de las basuras, a oscuras y a media voz— son portentosos manantiales de tragedias. Son el origen de todas nuestras desdichas. Está más o menos calculado que veinte minutos de telediario le roban a uno dos años de vida. Cinco minutos leyendo titulares en las páginas de sucesos y le sale a uno a chorro por las orejas el ácido estomacal, que, combinado con el cerumen, viene a convertirse en una riquísima salsa a la vinagreta. El cada vez más habitual estado de nervios se transforma gradualmente en un serio episodio patológico. Se instala en el cerebro una múltiple aprensión a casi todo lo que se menea. Nos penetra en los huesos y ahí se queda: un miedo insoportable a pisar la calle, un temor nefando a saludar al tipo del autobús —el del bigotito— o a recorrer parques con pajarillos sospechosamente chillones. Nos atenaza un espantoso pánico. A falta de un buen revólver, se va uno a la cama con el cuchillo de pelar cebollas bajo la almohada.
El drama se vuelve permanente. Borrachos de noticias abominables, acabamos por presentir la fatalidad en cualquier cosa. ¿Qué es eso que reluce detrás de la escobilla? ¿Es una granada de mano? Raro es que al subir la persiana no nos deslumbre enseguida la lucecita roja del francotirador. ¿Quién te paga por quitarme de en medio, bribón? Si me matas, me partes en dos la mañana. Y la cocina sin recoger. Hemos llegado a un punto, gracias a internet, en que conocemos con detalle cómo un simple dolor de cabeza puede arrastrarnos a la tumba en menos de hora y media. No necesitamos contrastarlo; sencillamente, lo sabemos. De cada veinte niños que van a la esquina a comprar el pan, solo vuelven seis. De diez adultos que bajan la basura, solo regresa uno, pero apuñalado. Los tomates pera se fumigan con botulina. Lo ha dicho la tele.
Y así, inmersos en esta vorágine negra de ansiedad y feos augurios, al compás de tan siniestra cantinela, vamos sobreviviendo a durísimas penas. Así, con el miedo en el cuerpo.
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