Algunos recuerdan, como si de una tenebrosa pesadilla se tratara, aquellos lejanos tiempos del carrete, de las treinta y seis fotografías. Se recitaba en voz alta la cuenta atrás, todo el mundo se quedaba quieto, todos tiesos frente a la cámara: si te movías, si estornudabas, arruinabas la toma. Se recuerda también, como si de un sueño tibio y brumoso se tratara, la visita obligada a la tienda de revelado, los momentos de entusiasmado nerviosismo en que se revisaba con una sonrisa trémula el resultado en el mostrador, frente al dependiente. De las fotografías del cumpleaños del niño, solo se habían salvado tres, las del cuñado comiendo tarta. Se comprobaba, con un pellizquito de emoción en la barriga, que las fotos hechas el fin de semana en Benidorm habían salido bien encuadradas y no demasiado movidas. En una, en la de la orilla, junto a las tumbonas, la suegra aparecía con los ojos cerrados. Como siempre.
Había que llevar cuidado y andarse con verdadero tiento al hacer fotografías en bragas a la querida. Tenía uno que irse al pueblo de al lado, días después, con gafas de sol y un bigote postizo, a revelar el carrete. Y qué tristeza, qué desolación, pues las dos o tres fotos más bonitas, aquellas en que la moza mostraba el culito respingón, con el tallo de un primoroso clavel entre los dientes, se habían velado. Se dieron algunos casos en que el dependiente de la tienda conocía casualmente a la fotografiada, y el corazón del adúltero respingaba como si le fuese a reventar en el pecho. “¿Adónde has ido con el coche, nene?”, preguntaba la señora al verlo regresar con el rostro encendido como una amapola. “A que me diera el aire”.
Hoy, la película ha cambiado drásticamente. Se ha pasado del carrete al espejo del ascensor o del cuarto de baño. De hacer un esfuerzo por no parpadear a sacar los morros groseramente. De mirar al objetivo a mirarse uno el ombligo. La sociedad contemporánea navega las aguas encrespadas de una podrida vanidad y un repugnante amor propio. Se ha glorificado el narcisismo al más espantoso nivel, al lamentable y monstruoso grado de la más insoportable náusea. Se antepone el yo a toda costa, se esgrime el deseo propio, el anhelo insaciable de alardear, el minuto de patética notoriedad. El conjunto, torpemente alambicado, se resume hoy en uno mismo, en el individuo.
El selfie es la prueba rotunda e incontestable de la soledad del ser humano. No obstante, atesora una gran ventaja: no hay testigos de nuestra desgracia, de esa manifiesta soledad, de nuestra alegría impostada durante unos breves segundos. No hay testigos que puedan corroborar in situ la horrible tristeza del abandono. Nadie presencia, en fin, cómo enjugamos las lágrimas mientras guardamos el teléfono. En un mundo infatigable, colorido y virtual, en una comunidad interactiva de incansable y ruidoso alborozo, de constantes sonrisas fingidas y efusivas muestras de hipotética felicidad, donde se presume abiertamente de poseer miles y miles de amigos, resulta significativamente paradójico que, a la hora sincera de la verdad, tenga uno que recurrir al selfie, en la decadente soledad de un cuarto de baño, porque nadie hay a su alrededor que pueda ofrecerse a hacerle una sencilla fotografía.
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