No le da a uno la habilidad, que es poca, para examinar con garantías las diferencias que existen entre un hombre casado y un hombre soltero, diferencias que se exhiben de manera francamente patética y significativa en ocasiones. No le alcanzan a uno las artimañas, que se reducen a una mera observación callejera y pseudoantropológica, para trazar con certeras pinceladas los coloridos matices que distinguen a un individuo casado de un individuo soltero.
El casado —acompáñenos con indulgencia en esta malograda descripción— se precipita al ruedo urbano con pie plomizo, y pisotea la arena del coso con un exceso de prudencia. Habiendo conocido las torturas del amor conyugal, no desea otra cosa, al arrojarse a la calle, que tener la fiesta en paz. Las esquinas las tuerce palpando el ladrillo de antemano. No saluda a la vendedora flamenca del puesto de fruta sino con gesto displicente, alejando así, por si las moscas, las consecuencias de un incómodo malentendido. De sobra aprendió un casado, en viejas y sonrojantes lides, que las sonrisas las carga el diablo. A la hermosa muchacha que le vende el tabaco no se molesta ni en mirarla; bastante tiene con mantenerse derecho y fingir que no lo está atormentando ese amoroso perfume, ese jazmín sutil sobre lecho de cerezas. Para el casado, hay un canto de sirena en cada placita, en cada balconcito preñado de coquetas macetas. Cuando un casado se sienta a comer en un restaurante, experimenta un pánico inmensurable. Es detenerse la camarera junto a la mesa y sentir él que las piernas se le aflojan. La mente se le nubla y no escucha más que tonterías: «De segundo tiene usted, si lo desea, a la cocinera o a esta servidora, ambas ansiosas por que un señor como usted se las zampe en el cuarto de las escobas». «¿Disculpe?» «Pollo empanado o rodaballo».
El soltero, por su parte, se aventura bajo el sol de la mañana con una sonrisa triunfante estampada en los carrillos. El soltero pisa las baldosas del pavimento con garbo incomparable. No cruza las calles, sino flota delicadamente sobre los pasos de peatones, brincando alegremente y chocando, uno contra otro, henchido de alborozo, los talones de sus mocasines. Sin embargo, ah, desdicha, las damas lo rehúyen como a un pantalón de pana en verano, temerosas de recibir un bocado. Temerosas de escuchar sus groseras proposiciones, tan repugnantes. El soltero, ardiente lobo feroz, contempla cómo hasta el más insignificante cáliz del deseo es apartado de sus labios. Sale con flamante sonrisa y regresa a su pisito de treinta metros con una mueca de tibia amargura. Pretendía derramar confeti y acaba derramando lágrimas en la penumbra de su dormitorio sin ventana, ahogándose de autocompasión en su camita de noventa. Ay, la soltería. Qué maciza losa de autoengaño. Se pinta de libertad, de verdes campos vírgenes sin barreras, de lascivia y locos júbilos, pero el paso del tiempo erosiona la pintura y descubre la penuria que ocultaba debajo.
Mucho mejor el casamiento, mucho mejor permitir que a uno lo acaricien las melodías maritales. Ese no parar de celebrar la vida en pareja, ese encadenamiento de carcajadas continuas, ese entrechocar permanente de copas de cava. Un «te quiero, cari» que brota solo, sin esfuerzo, a cada instante, que hace reventar los corazones de gozo.
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