Artista es un término que se utiliza con mucha frecuencia para definir a cualquier persona que desarrolle una actividad mínimamente relacionada con la artesanía o muestre una determinada habilidad en cualquier campo estético más o menos singular. Pintarrajear un lienzo, verbigracia, suele considerarse arte, y ejecutar este simpático ejercicio, exhibiendo más allá de una destreza razonable, o incluso careciendo de ella —especialmente si se carece de ella—, se califica como la obra indudable de un artista. Repujar un monedero o fabricar un botijo también alcanza para que a uno lo encumbren a la categoría de artista. O, por mejor decir, para que uno mismo se encumbre, pues de un tiempo a esta parte se ha extendido la graciosa costumbre de autodenominarse artista. Sin pudor, sin sobresaltos de conciencia. Basta soplar una flauta, incluso del revés, para suponerse al instante acreedor de semejante sobrenombre. Se han dado casos de auténticos zoquetes que se arrogaron el epíteto de artista solo con bosquejar en su mente, acodados en la barra de un bar, la realización futura de una obra imposible. Se encaminaron después a su domicilio borrachos, bamboleándose penosamente, tropezando con una de cada tres farolas, jurando por los tres clavos sagrados que algún día edificarían la escultura de cualquier espantajo. Concibo cosas, ergo soy artista.
Paradójicamente, el término artista se usa también con irónica significación. Más aún, con afilado desprecio: «Mira, ahí viene el artista de tu cuñado». Esta acepción socarrona se ha erigido en contrapeso, qué duda cabe, del desmedido y caprichoso empleo que de la palabra artista se hace habitualmente sin sonrojo. Es la contundente justicia poética que se ofrece, parece ser, al genuino talento de algunas personas, tan menospreciado históricamente. Se enarbola el pitorreo para subrayar, precisamente, la enorme dificultad de llevar a cabo una monumental obra artística que únicamente unos pocos podrán acometer, y muy raramente con éxito. Es el grito de guerra inconsciente del sentido común, la viva llama del hastío con que alumbrar al impostor, al mediocre, al usurpador patético de un reconocimiento que no le corresponde. Cómo designar arte, exclama la lógica, una obra que cualquier desmañado podría realizar.
Las profundas razones que impulsan a una persona a volcar toda su energía en un oficio tan ingrato, tan escabroso; los motivos reales que orientan a un individuo a consagrar al arte su vida entera, que en muchas ocasiones equivale a llevar una existencia miserable, son muy complejos y muy diversos. Y, sobre todo, muy difíciles de explicar. Son, desde un estricto punto de vista coherente, imposibles de explicar. Es el artista, el artista verdadero, un animal extraño y descomunal, una efímera y preciosa lágrima de rocío en el bosque, un observador paciente del mundo hermoso e injusto que lo rodea, una rara avis sobrevolando la ruidosa y despreciativa sociedad, un testigo pulcro del doloroso paso del tiempo. El verdadero artista es la huella magnífica, esplendorosa e indeleble de nuestro pasado.
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