Sin la omnipresencia del teléfono, sin televisores, sin satélites, sin aviones, sin computadoras, sin fregonas de última generación, sin cuartos de baño con sensores de movimiento… Hoy, sin toda esta compleja tecnología, que tanto —eso creemos— nos facilita la vida, estaríamos sentados bajo una encina, mordiendo una ramita de regaliz y contemplando el suave aleteo de una mariposa. Despojados de toda esta gruesa capa de artilugios, que nos envuelve dramáticamente como un grosero disfraz, como el odioso y plomizo estandarte del mundo moderno; despojados de las máquinas, decíamos, que vendría a ser como quitarle la concha a un caracol, pasaríamos la tarde de un domingo arrojando piedras al río. Dedicaríamos las noches de verano, tumbados de espaldas en la hierba húmeda, a admirar las estrellas en el firmamento, en ese precioso paño de terciopelo azul turquí, y las señalaríamos con un dedo, una tras otra, embobados. Y, probablemente, soñaríamos con viajar en un futuro, subidos a una alfombra, a todos aquellos planetas lejanos y misteriosos.
El futuro, el futuro real, ha acabado por alcanzarnos, cosa francamente impensable, y nos hemos vuelto todos más tontos. Ninguno de nosotros sobreviviría extraviado en un bosque ni tres cuartos de hora. El tigre, antes de comernos, se echaría a reír. El tigre o una cría de jabalí. En algún determinado momento de la historia, tuvimos la equivocada sensación de que la ciencia y las nuevas tecnologías nos conducirían a un universo de conocimiento, a un mundo fascinante de completa sabiduría. Qué sorpresa, compadre. A un oscuro mundo de apatía individual, de constante necedad colectiva, de repugnante frivolidad, de alarmante debilidad: ahí es adonde nos ha llevado cómodamente en brazos la portentosa tecnología.
En las grandes ciudades, ha existido siempre la sana costumbre de acompañar a los niños al zoo para que descubran verdaderamente a los animales, más allá de la televisión y los cuentos ilustrados. De igual modo, habría que guiarnos ahora a nosotros a un polvoriento almacén de reliquias para recordar qué era una bicicleta. O un lapicero. Ponemos el grito en el cielo con los cantos de sirena de la inteligencia artificial, pero somos incapaces de advertir el auténtico drama: que por pereza, por abandono o sencillamente por estupidez, ya no sabemos ni multiplicar 6 por 7. Lo hemos fiado todo a las aplicaciones del teléfono: una app para ligar, una app para felicitar por su cumpleaños a tu hermana, una app para pedir la hamburguesa, una app para limpiarnos el trasero y otra para freír un huevo. Conocemos la distancia exacta entre el portal de casa y el cerro del olivo: correr de un punto a otro son seis saludables kilómetros de lengua fuera. Pero hoy necesitamos que una pulserita vaya midiendo nuestros pasos para ratificarlo y nos informe del porcentaje de oxígeno en sangre, como si alguna vez nos hubiera importado, como si supiéramos qué significa. Hemos perdido el hábito de conversar. Hemos despreciado el sentido común. Hemos olvidado incluso convivir. Una app para morirnos alegremente en soledad.
En un mundo sin tecnología, todo resultaría indiscutiblemente más difícil. Todo sería más rudimentario. Qué duda cabe, todo supondría un mayor esfuerzo físico. Pero tal vez, y solo tal vez, también la felicidad resultaría más rudimentaria, más tangible, más real. Y la vida, más sencilla y agradable.
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