En un país capitalista que se precie, incluso en un descosido país de países como este, la emergencia habría colocado ya, en lo más alto de una torre, a un mozo bien parecido tocando atropelladamente una corneta. Lo conveniente, pues, sería elevar la voz de alarma con urgencia, que después son todo caras largas y tragedia, que después todo es barro, suplicio y cabezas aporreando la pared. Solo se trata, hasta el momento, de un rumor de aspecto inofensivo, casi de un chiste grotesco, una ocurrencia de niños, pero alguien, por si las moscas, debería prevenir al mozo y encaminarlo a la torre.
Hay personas, quizá advertidas por el sobresalto inflacionista de estos días, o por el susto de los futuros cortes de gas —o porque alguien cercano, algún sinvergüenza, les ha calentado la oreja con susurros reveladores—, que han comenzado a sopesar la insoportable certeza de que otra vida es posible, de que otro mundo moderado podría tener sentido. Ojo con éstos, que nos desmontan el sombrajo. Se ha agitado en algunos corrillos, aunque tímidamente, la idea —en absoluto novedosa— de que un modelo de vida basado exclusivamente en la austeridad y en la sencillez podría ser la solución a tantos quebraderos de cabeza. Sentido común y necesidades primordiales, dicen. Le tiembla a un servidor la mano mientras agrupa penosamente estas líneas. Ojo con esta ralea de iluminados, que nos tumban el chiringuito.
Por qué despilfarrar en restaurantes de etiqueta, argumentan estos degenerados, cuando en casa se puede apañar una cena con dos tomates y tres lonchas de mortadela. Por qué comprar cuatro televisores del tamaño de una carpa cuando se puede prescindir de todos ellos. Por qué dilapidar el dinero en viajes a Punta Cana cuando se puede pasar el verano leyendo un libro bajo un chopo. Aseguran estos locos, estos alegres adalides de la insensatez, que, para vivir de verdad, para vivir plenamente, con disfrutar de un abrazo o de una buena charla, rodeado de amigos, tiene uno más que de sobra. Que la gran mayoría de objetos que se adquieren solo sirven para satisfacer una hueca ilusión de engañosa prosperidad. Que nos llega, dicen, con tomar de la mano al abuelo —al abuelo que mañana ya no estará— y escuchar el relato enternecido de sus recuerdos.
Son los furiosos enemigos del sistema, las negras hordas que arremeten contra el sagrado capitalismo, contra el estado del bienestar —admitamos aquí, sin embargo, aun a regañadientes, que de bienestar no queda mucho—. Son unos chiflados peligrosos que menosprecian el andamiaje de frivolidad en que se sostiene nuestra cómoda sociedad, tan vacía de contenido, tan absurda, tan maravillosamente podrida, tan eufórica, tan ávida de entretenimiento, tan despoblada de valores, tan carente de autocrítica. Son los coléricos enemigos del mundo codicioso y superficial, que han descubierto, abriendo al fin los ojos, que se puede vivir con menos, que se puede vivir y ser feliz con muy poco. Oído al parche, amigo mío, que nos arruinan la fiesta.
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