Cae en nuestras manos un tebeo, una graciosa publicación, como las de antes, sembrada de fabulosos personajes. Una verdadera joya. En sus primeras viñetas, contoneándose, con las patitas arqueadas, nos muestran al Narciso de Ovidio, con un espejito colgándole de un tahalí. Los aldeanos, aterrados por su soberbia, huyen a refugiarse tras el plato de garbanzos, que cada vez luce más escaso. Es tan cegador el destello de su amor propio, que se figura eslabón áureo de la Historia. El cronista del futuro, hoy todavía sorbiendo mocos y manchando el pañal, mañana sudará tinta china para trazar semejante retrato: aquí dijo azul, aquí amarillo, aquí rosa palo…
En mitad de una plaza, a lomos de un corcel bayo, que piafa con revoltoso orgullo, una Currita Jiménez, feroz bandolera, agudo dolor de muelas del Narciso, sacudiendo con la fusta a diestro y, especialmente, a siniestra. «A mí una plaga bíblica no me obliga a cerrar los bares», afirma, embutida hermosamente en su atuendo de chulapa, y la multitud se alboroza, arrebatada.
Asoma en este peculiar tebeo una dama de encarnada pasión, de perfil vulnerable, blanco de sátiras quevedistas. Nos la pintan en su mansión rosácea, entornando los ojitos y ensayando melosamente su decálogo de la perfecta utopía, de edulcorada evanescencia. «Ay —se lamenta—, si las niñas de seis años pudiesen votar…» A renglón seguido, su camarada y amiga —amigas eran antes, ahora se meten clavos en el bocadillo de tofu—, una muchacha exaltada, con carita de campesina, huérfana de currículo, con el puñito en alto, apostada junto al portón de la trena, repartiendo permisos permanentes de libertad a todo tipo de chusma.
Sobre una loma pelada, un muchachote con el pantalón de la mili y una escopeta de caza al hombro. Se encarama al espinazo de un inmigrante que pasaba por allí, al que ha derribado de dos garrotazos, y proclama, leyendo un papelote: «¡Yo me paso por el forro el Estado de las autonomías!» Hurras entre los asistentes. El muchachote hace rodar la mirada, llevado de una súbita nostalgia, y se enternece al rememorar aquellos tiempos en que las mujeres reinaban en las cocinas, con amorosa sumisión, y una lágrima le resbala por la viril mejilla y se le enreda, fúlgida y palpitante, en el extremo de su barbita de punta.
El autor malicioso del tebeo ha dividido el mapa en regiones. En la siguiente viñeta, España del Norte. Nos presentan unos divertidos y pintorescos personajes: Manzanito, Cubilete y el emperador de plomo. Manzanito, subido a un escabel de medio metro, se dirige a una nutrida audiencia en embrollada jerigonza que ni él comprende, arrugando el entrecejo, temiendo, una vez más, que no lo tomen en serio. No necesita gafas, pero las usa para darse tono. Cubilete chapotea alegremente en la orilla de la Mondongueta, haciendo reír a los niños. Dos secretas ilusiones alberga: constituir el reino de la butifarra y convertirse, algún día, en el osito del tarrito de miel, el de la barriguita al aire. El emperador de plomo, vistiendo zapatones y un traje seis números por encima de su talla, viaja de incógnito en una majestuosa carroza —carroza o maletero, qué más da, son licencias de novelista— y repasa un discurso apócrifo, como toda su carrera. Va camino de unas bellas colinas donde aporrearon, tiempo atrás, a aquel otro emperador. En ocasiones, despierta empapado en sudor, pálido como una luna de primavera, creyéndose enchironado.
Ya no se leen tebeos como este, trufados de singulares e imaginarios personajes. Hoy, la prensa nos adormece con el relato austero de la política actual, tan nobles, tan mesurados, tan juiciosos y solemnes sus miembros, tan entregados a procurar el bienestar y la unidad del pueblo.
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