Desde hace ya mucho tiempo, probablemente desde los días en que se inventó la rueda, se ha establecido la sólida y admitida creencia de que merecemos disfrutar de unas vacaciones para desconectar de la grisácea vida rutinaria. Nos hemos convencido de lo beneficiosas que resultan unas vacaciones, asumimos que debemos enfilar la carretera —sin la manta— para desembarazarnos del bullicioso trasiego, del pernicioso estrés, de ir brincando todo el año como desquiciados, haciendo malabares con la lengua fuera, de andar cargando con los niños y con la compra, y de dar tumbos y vertiginosas volteretas con las facturas del gas y de la luz entre los dientes. Pero todo esto es una soberana mentira, es el mayor de los autoengaños. Pocas cosas elevan el estrés y atirantan más los nervios que estar de vacaciones: nada se encuentra en su sitio, nos hallamos en un estado de permanente desorientación, los niños y la suegra lloriquean continuamente, se come mal y a deshora, el café no sabe a café, sino a manteca, se discute por cualquier bagatela y no hay manera —esta es la gotita que desborda el vaso— de alcanzar un huequecito para pinchar la puñetera sombrilla. No nos vamos de vacaciones para desconectar. Nos marchamos, amigo mío, para refregar a los demás que nos hemos ido: que segreguen torrentes de bilis.
La dignidad del ser humano, esa cosa cristalina, esplendorosa, tiene que ver, exclusivamente, con el lugar donde usted reside en vacaciones. No hay dos Españas, hay más de cien, en función de la isla paradisíaca en la que usted recale con sus nalgas sonrosadas. Un parroquiano de taberna dice, pública y temerariamente, con un palillo en la boca: “Este año voy a quedarme en el pueblo y así aprovecho para estar con la familia y…” Usted —le responde de inmediato el sentido común colectivo— es un don nadie, un sacamocos, un huelebragas. Si lo sorprenden a uno en el pueblo saliendo del supermercado en pleno agosto, le tiran piedras por miserable. Hay que ser pobre y desgraciado para andar paseando por la explanada del ayuntamiento, en verano, con las manos a la espalda: los hay incluso que tararean. Por consiguiente, se estipula imprescindible echar a correr con las maletas y hacerse una foto cuanto antes bajo una catedral —la que sea—, o junto a un burro en la ribera del Turia, o sonriendo al lado de una albanesa sin dientes. En fin, una fotografía que demuestre, sin lugar a dudas, que uno es alguien, que se ha salido de la ciudad, que se ha viajado, que se ha esquivado la vergüenza de haberse quedado sin vacaciones, esto es, la vergüenza extrema de no tener unas vacaciones que exhibir en las redes sociales: cómo luce, nene, esa fotito al atardecer, esa calita de arenas blancas, esas barquitas cabeceando en el horizonte, ese culito lindo remojándose en el agua espumosa.
Una persona sin un viaje vacacional con que afilar los dientes al vecino, sin parajes idílicos que restregar al compañero de trabajo, sin hoteles envidiables que describir al cuñado, es un descomunal cero a la izquierda, un paria, un tuercebotas, un pendejo. En el peor de los casos, la alternativa de solazarse con unas vacaciones pobretonas de segunda —los que se marchan en septiembre— es mejor que la infamia terrible de quedarse este año en blanco. Cuídese usted, compadre, de permanecer en el pueblo mientras los demás se regalan esas deliciosas mieles del crucero soñado: móntese hoy mismo en una mula y empiece a hacer camino. Y no olvide el teléfono.
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