Cuando las vacaciones acaban —las vacaciones grandes, las de verano, las de verdad, las del mes de agosto—, despierta en los corazones una alegría arrebatada e incontenible. Mientras nos reímos abiertamente de esos que inician en septiembre sus vacaciones de pobre, que ellos disfrazan siempre con argumentos de pobre —«hay menos aglomeración, se puede bajar a la playa más cómodamente…» ¡Hambre y pulgas!—, mientras nos mofamos sin piedad de los que ni siquiera pudieron escaparse cuatro días de la ciudad, comenzamos a sentirnos abrumados por el calor de esa llama que arde apasionadamente en nuestro pecho: la llama que enciende el gozo de la vuelta, el gozo del regreso a la noble rutina.

Lo llaman operación retorno, pero bien podría llamarse «caravanas del amor». En la inmensa mayoría de vehículos que forman ese éxodo a la inversa se respira un ambiente de júbilo y de sagrada celebración. Raro es el coche en que se descubre una cara larga. Cuando se produce una retención en la carretera, los conductores hacen sonar el claxon en un arranque de loca felicidad. Se cantan coplas a pleno pulmón, se baila en los arcenes, se descorchan botellas de cava, pero únicamente del bueno, del que se reserva para las ocasiones gordas. Finalizar las vacaciones y regresar a casa es la excusa perfecta para dar rienda suelta a toda esa bondadosa generosidad que nos cabalga por las venas. Amamos al prójimo hasta en los atascos, y el pecho parece reventarnos de alborozo. Se siente uno más próximo a su pareja, más unido, más satisfecho en su armoniosa relación. Nos dedicamos frases de tierno amor con los ojos inundados de lágrimas. Después de seis horas de viaje, los niños, en el asiento de atrás, con esa radiante sonrisa que revela su impaciencia por retornar al colegio, permanecen en paciente y respetuoso silencio.

El primer madrugón después del verano es motivo y detonante de extraordinaria catarsis. Se levanta uno de un salto, ansioso, antes de que suene el despertador. Se silba en la ducha, se silba en el desayuno, se silba anudando la corbata, se silba escogiendo las bragas bonitas. Es un no parar de intercambiar besos y arrumacos con la esposa y con la suegra. Todo son amarteladas miradas, todo es dulzura y afecto. Los vecinos bajan a la calle cogidos por la cintura, nos fundimos con el quiosquero en un cálido y emotivo abrazo. En el autobús, una carcajada tras otra. En los vagones del metro, cortesía contagiosa y confeti. Aprovechamos los semáforos en rojo para intercambiar bombones por las ventanillas. De los balcones, en los barrios caros, llueven rosas rojas y guirnaldas. El municipal se pasea entre los coches con una bandejita de bizcochos y un resplandor de ilusión en los ojos. En las oficinas de la Administración, palmas flamencas y café para todos.

Ah, la deliciosa vuelta a la rutina. Ese borboteo benévolo en la sangre, esa sonrisa perpetua de oreja a oreja, esa descomunal alegría de vivir.