La banca es la más despiadada y salvaje cazafortunas. La banca nos arrulla, nos mima, nos recibe con amorosas palabras, se nos insinúa con arrebatadora sensualidad, nos conduce de la mano con suavidad y firmeza, con tierna delicadeza; dibuja para nosotros, con acaramelados pinceles, un futuro próspero y codicioso, irrenunciable. La banca nos acuna en cálidos brazos de madre, en su obsequioso y protector regazo, pero, en última instancia, no acude a nuestro funeral. Los seres humanos, al menos, tienen la aparente decencia de vestir el luto y derramar unas lágrimas. A la banca, cuya fementida humanidad está tejida de cristal grueso y frío acero, esta incómoda minucia —la muerte ocasional del cliente— le provoca una absoluta indiferencia.

Las nuevas tecnologías —nos lo han contado en repetidas ocasiones, tantas que hemos acabado por asumir la certeza— son una magnífica herramienta para fomentar el empleo, son un aliciente atractivo y moderno, un poderoso aliado con que sembrar el campo de nuevos y adaptados puestos de trabajo. La gran paradoja es que la juventud, que de manera genuina está ligada a la creación y desarrollo del universo tecnológico, lidera unas sonrojantes tasas de desempleo. Es una gloriosa curiosidad. La luctuosa y terrible realidad, no obstante, más allá de este peculiar contrasentido, es que la digitalización se ha erigido en una enorme y acolmillada bestia que devora la vejez, que la tritura con ominosa satisfacción y que, con imperturbable talante, escupe después sus despojos. Las personas mayores son un obstáculo irritante en el esplendoroso camino que conduce al progreso floreciente, a la tierra felizmente prometida, y esta eficiente y monumental alimaña, guardián inconmovible del sendero, los empuja sistemáticamente hacia la cuneta, los arroja al oscuro y sangrante abismo del más escalofriante menosprecio.

Para la banca, los mayores son una molesta piedra en el valioso zapato. Son personas que ya no aportan nada, que no proyectan rentables operaciones para la entidad ni generan beneficios. Por el contrario, los ancianos entorpecen engorrosamente la actividad diaria de la oficina: son lentos en comprender las nuevas reglas, son recelosos al trato impersonal de los asistentes virtuales, se requiere aplicar demasiada pedagogía, se requiere invertir demasiado tiempo en ellos, hay que recurrir una y otra vez al ejemplo, a la infructuosa y desesperante repetición, hay que acompañarlos en numerosas e inasumibles ocasiones al cajero. Para colmo, la vulnerabilidad de los ancianos aumenta cada día que pasa. El esfuerzo dedicado hoy a instruirlos no ha servido de nada. Mañana regresarán, y lo harán más desconfiados, más desprotegidos, más asustados.

Al parecer, la anhelada calma era esto. La tranquilidad del jubilado, el premio a una vida repleta de sufrimiento y vicisitudes. Era esto, por lo visto. El perseguido sueño era esto, el descanso merecido, el desasosiego al fin. Pero se ha convertido, sin embargo —envilecida evolución mediante—, en un desprecio deliberado, en un calculado y miserable abandono, en una descarnada patada en las entrañas. En esta repugnante vergüenza.