Se ha llegado a un punto de madurez en que, como sociedad, asumimos abiertamente que la mayor parte del tiempo deambulamos penosamente ebrios. Y lo hacemos sin otorgar a esta afirmación la menor importancia. No existe ninguna reserva en la exhibición de la continua melopea, y mucho menos vergüenza o pudor. No se esgrime ya argumento alguno para justificar una puntual embriaguez, una borrachera esporádica, puesto que la ingesta de alcohol ha perdido —si es que en algún momento la tuvo— la condición de cogorza ocasional. Ni se sofoca uno apenas cuando lo sorprenden, en el trabajo, con el vaso en la mano.
Considerando estas alegres premisas, cabe deducir de todo lo anterior, pues, y sin temor a errar el tiro, que un individuo que no sufra resaca un domingo por la mañana es un paria. Una persona que, bien temprano, dedique las mañanas del fin de semana a desarrollar actividades de corte intelectual es un cero a la izquierda. Si se desliza uno por el hogar, horas después de asistir a un evento de carácter festivo, sin arrastrar los pies por el pasillo a oscuras, sin sujetarse la cabeza y huyendo de la bendita luz del sol, es un don nadie, un mamarracho, un marginado apedreable. El tipo leyendo novelas con una tacita de té a su vera, un apacible sábado por la mañana, junto a la ventana, es un personaje completamente ficticio, un fantoche grotesco de ópera bufa, un magnífico espantajo. La sobriedad, hoy, viene a ser una suerte de homeopatía social, desdeñada violentamente por la masa.
En este santísimo país, hermosa piel de toro con la que bien podría confeccionarse una extraordinaria bota de vino, en este bellísimo país, decíamos, se sopla fundamentalmente por castigo. Se bebe, y se bebe mucho, para celebrar el más insignificante asunto, el más ridículo de los logros personales. Se bebe para rubricar una promesa o para bendecir un nacimiento. Se bebe para inaugurar un nidito de amor o para desear buen viaje al difunto. Se bebe, puñetas, para subrayar una amistosa opinión política o para denigrarla. Se bebe antes de impartir una clase magistral, minutos antes de practicar una colonoscopia y durante los turnos de guardia. Se bebe para digerir mejor la pastilla y para olvidar los exabruptos de la suegra. Se bebe al amanecer, a mediodía y contemplando los deliciosos lienzos purpúreos del ocaso. Se bebe hasta el desmayo para sentar las bases de una amistad. Se bebe inmoderadamente para hacer acopio de valor y recitar estrafalarios piropos a una dama, y se bebe más tarde para brindar por el tan deseado divorcio. Se bebe exageradamente, y ocurre que muchas veces no se conoce ni la razón.
Y también sucede que cualquier pelagatos acaba pergeñando líneas torcidas como estas, especialmente como estas, opiniones absurdas y carentes de valor propias de un memo, estúpidas reflexiones que no alcanzarán jamás la aprobación de nadie. Por perpetrarse la escritura, como es lógico, como Dios manda, en un estado de manifiesta y sonrojante embriaguez.
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