En letra de molde, cultura es una palabra que impone hondo respeto y cierta superstición. Abismarse en ella, asomarse a su profundo significado con la digestión a medio hacer, es una temeridad. Espere usted, al menos, un par de horas. Después, pregúntese: ¿para qué sirve la cultura? Excelente interpelación. “Para nada”. Gloriosa respuesta. El hemiciclo se pone en pie, arrebatado. Aplauso gordo.
Hemos escuchado, estos pasados días de campaña, de bocas grandes y pequeñas, que el fomento de la cultura —porque algo había que decir— debe descansar en la férrea defensa del lenguaje. Concretamente, en la defensa del español. Se comprende, pues, que los miembros del Instituto Cervantes interrumpieran su partida de petanca para mirarse con cómico desconcierto. La defensa del lenguaje es, amén de un dardo a los nacionalismos —hermoso jardín—, una propuesta loable, pero queda muy lejos de ser suficiente, es solo un ladrillo en el muro. El chiste de los bonos regalo, que es como ponerle un piso a la querida, no alcanza ni la consideración de estrategia cultural: es el pan para hoy y ya veremos mañana. Hablamos de la idiosincrasia de una sociedad, cosa seria, de su acervo, de los mimbres que determinarán su futuro. Hablamos, en molde reluciente, de educación.
Abordamos al azar a una señora. ¿Qué libro está usted leyendo? Nos disculpamos por el lapsus. Reformulamos la pregunta, avergonzados: ¿qué trilogía está usted leyendo? “No tengo tiempo para leer. Los hijos, la casa, el trabajo…”. Deducimos, entonces, que no hay tiempo tampoco para ‘sedentar’ frente al televisor, para pegar el hocico a la pantalla del teléfono. Ah, amigo… Abordamos luego a unos jóvenes en chándal —la ropa deportiva facilita cómodamente el traslado entre el hogar paterno y la biblioteca—. ¿La tabla de multiplicar? Se ríen. Nos recitan con acento reverente la alineación del Real Madrid. ¿Los ríos de España? Reculamos, no queremos hacer sangre: ¿los ríos de la provincia? Se encogen de hombros. ¡El Miño!, dice uno. ¿El Miño en Alicante? Se ríen ellos, lloramos nosotros. Aquí tiene usted cultura, educación general básica, formación académica, valores, curiosidad por el conocimiento universal, inquietud. Y también dos huevos duros.
El acceso a determinados eventos culturales, ahí va otro melón, es un privilegio de ricos. Se apuesta hoy por vacunar a los países pobres para que su inmunidad redunde en las sociedades afortunadas. Apuéstese, en ese caso, por enriquecer la cultura de los estratos sociales más deprimidos. De qué le sirve al privilegiado disfrutar de La Traviata si, al salir, un zoquete marginado por el sistema —un sistema que desprecia y al que horroriza una sociedad instruida, melón de primera— le va a hincar un cuchillo de cocina en la nalga. Nadie nace analfabeto. Un niño educado en un entorno sin educación se convertirá en un delincuente. Otro, con acceso a la cultura, en una persona con ciertas dotes de urbanidad. Uno le abrirá a usted la cabeza con un adoquín. El otro tal vez le parta la cara, pero antes habrá desplegado amablemente sus razones: “Me ha ofendido usted injustamente, hiriendo mi más interno fuero, ergo permítame que le propine un sonoro porrazo”.
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