Pocas cosas hay más interesantes que las ganas de aprender y mejorar, esa fabulosa curiosidad por las cosas que se suele atribuir al público infantil y que excepcionalmente encontramos también en jóvenes y adultos. La vida adulta no pone fácil el mantenimiento de la curiosidad, pero cuando la percibimos alrededor es motivo para alegrarse. Hace no mucho, en una conversación de lo más coloquial con jóvenes que se interesan por ese conglomerado de sectores que es la moda, mencionaron la creciente inquietud por lo que bien podría llamarse el síndrome del influyente. Hablamos logicamente de esa figura socialmente denominada ‘influencer’.

Probablemente la década que hemos dejado atrás será recordada, entre otras cosas, como la que vio el auge total del influyente en internet, convirtiendo a estas personalidades de gran alcance en una suerte de gurús o musas de la mercadotecnia, y en una nueva aspiración para el público hiperconectado, algo tan difícil de describir como de acotar. Algunos delimitan al influyente en la consecución de una o varias decenas de miles de seguidores orgánicos, otros se atribuyen la influencia previa compra directa de seguidores, que aquí el que no corre vuela. Por otro lado las personas influyentes siempre han tenido su lugar, se les haya nombrado o no así en las distintas sociedades, la novedad sería el fenómeno que convierte a cada persona conectada en un potencial medio de comunicación en sí misma. A lo largo del pasado siglo ese espacio fue copado desde prensa, cine o televisión por personajes relevantes de distintos ámbitos, desde aristócratas a astronautas, desde actrices y actores hasta efímeros encumbrados por la crónica rosa del momento. No llevaban en la mano un teléfono móvil pero su alcance sobre el ente social era también fulgurante.

Comparada con esta confusión general hacia el influyente de hoy en día, parecen increiblemente ingenuos los discursos de quienes fueron temibles influyentes de antaño, que asustaban a más de uno con sus sentencias leoninas. Encima sabían de lo que hablaban. Cuando Coco Chanel arremetía contra lo que ella no consideraba estilo sabía de lo que hablaba. Hasta cuando Marilyn Monroe hablaba de cosméticos y perfumes a unas cuantas generaciones parecía veraz, como si ella misma hubiera cultivado y seleccionado las esencias florales como avezada perfumista. Ahora temblamos pensando qué nuevo trasto nos van a endilgar, a muchos les da lo mismo hablar en sus redes de prendas de vestir o hasta de medicamentos, ni siquiera tienen que saber cómo es crear un producto, esas aproximadamente 10.000 horas de callado trabajo arduo que en algunos cursos de marketing hemos oído que hay detrás de todo producto exitoso.

Hay quien podrá pensar que es cosa de la generación milenial andar un tanto atacados de los nervios en su aspiración por ser influyentes, esa cosa que desboca sus tiernos egos y que ven como una ocupación envidiable o directamente como una profesión de futuro. Ser influyente, tener algún tipo de poder de convocatoria sobre los demás, tener los suficientes seguidores en las redes sociales, nada nuevo. Lo llamativo es la cantidad de tardoadolescentes frustrados que creen no tener los suficientes seguidores, y que hasta se averguenzan, se disculpan por ello ante amigos o lo que es más grave ante una entrevista laboral. Garrafal tropiezo si no hemos sabido explicarles que la cualidad humana, la calidad de contenidos y los seguidores no sólo no tienen nada que ver, sino que a veces son incluso inversamente proporcionales. De todos modos no se preocupen excesivamente, el influencer del futuro será probablemente un lindo logaritmo.