Qué extraordinario y turbador resulta entregarse ciegamente al supuesto reposo de unas tan merecidas vacaciones y que acabe uno envuelto, sin sospecharlo, en un negro torbellino de angustia y de permanentes sofocos. De descansar, soñaba usted, a luchar con uñas y dientes por salvar la vida. En qué momento se torció este entusiasmado e infalible proyecto vacacional, se pregunta abrumado el sentido común. Probablemente en el mismo instante, mientras berreaban los niños, en que arrojábamos la sombrilla y la nevera al maletero del Dacia.
La tensión acumulada en la ciudad, que, como una maleta más, traíamos encaramada a los hombros, ya anticipó prematuramente, al llegar, los primeros desasosiegos: no, no son los antidisturbios, solo son dos amables y valetudinarias señoras jugando a las palas. Relájese y disfrute intensamente del verano. Sonría y respire profundamente, pues hay razones de sobra, todas honradas, todas justificadas, para relegar por un tiempo las rutinarias inquietudes y henchir de gozo el corazón: la tibia brisa marina, el cosquilleo del sol en la piel, el dulce aleteo de las gaviotas, el aterciopelado amanecer con sus pinceladas cobrizas, esa inmensa y azulada alegría de vivir…
Hasta que a uno le estampan un balón en la cara. En un santiamén, todo el pasado —desde la blanca y remota primera comunión hasta la infame y reciente colonoscopia— le desfila a usted vertiginosamente frente a los ojos como una película trepidante y desenfocada: ahí va, mira, la tía Julita, con su amor por los dineros, que lleva veinte años bajo tierra. Se han dado casos de personas que se tragaron el cigarro con el pelotazo. Es un instante crítico: se tiene la desmayada sensación, mientras le arden a uno las mejillas por el trompazo, de que ha subido la inflación siete puntos más —que subirá, no le quepa a usted duda—. Miramos a nuestro alrededor, en un cruel retorno al prosaico mundo real, y advertimos sobre el paisaje ondulado un infierno mucho más encarnado que el de la propia ciudad. Con las pelotitas de goma, tan graciosas, están saltando de las cuencas seis o siete ojos por minuto y metro cuadrado. A un respetable señor lo acaban de perforar con el palo de la sombrilla como si se tratara de espetar alegremente una sardina. Niños desconocidos, vociferantes, salvajes —copias perfectas de sus progenitores— brincando alborozadamente sobre nuestras barrigas. En la orilla, imposible divisarla entre la masa abigarrada, los paseantes se abren paso a puñetazos. Vemos a los bañistas caminando desconcertados, mar adentro, sobre una extensa alfombra de colchonetas. Se podría llegar a Formentera sin tocar el agua. La señora que se embriaga de sol en la toalla contigua, con el pecho desparramado, nos ha metido ya tres veces el sombrero de paja en la boca. Hay más arena en el táper que tortilla. Hay, amigo mío, más que gozo, pesadumbre. De la mirada firme y acusadora de nuestra pareja se deduce, en efecto, que todo es culpa nuestra. No era esta playa, era la otra, imbécil.
Mi reino, todo mi reino por regresar de inmediato al cubil, a la oficina, a la ventanilla hostil y a los deliciosos litros diarios de amargo café.