Cuántos guantazos no habrá recibido por comportarse en la mesa como un niño estúpido, cuántas perrerías no habrá tenido que soportar en el colegio: las reiteradas muestras de maldad de otros niños corpulentos y traviesos que encontraron en él un blanco fácil, un pálido alfeñique. Todo aquel infierno de crueldad infantil, tan invisible a la mirada ajena, habrá rasgado, durante mucho tiempo, y con toda probabilidad, la urdimbre de su debilitado amor propio. Debió de jurar, en la sagrada capilla de su fuero interno, que la venganza sería terrible.
Si fuera español, estaría sentado hoy, a primera hora, en la barra de un bar ruidoso tras un sol y sombra, mal afeitado, y se pasearía por los barrios más deprimidos con el periódico deportivo plegado bajo el brazo. Cuánto miedo y cuánta frustración no sentirá, pues se revuelve como el perro amenazado, como el animal trémulo y asustadizo al que en tantas ocasiones han molido a palos. Ahora, aterrado, enseña los dientes, exhibe los misiles. Cuál no será el horror que lo embargará al escuchar un crujido en mitad de la noche, presintiendo que alguien acude, al fin, para atentar contra su vida. Es el cobarde que apedrea al gato en la calle cuando nadie mira, es el pusilánime que jamás dirigirá una palabra amable a la mujer que adora en secreto, y que en los gestos sorprendidos de ella, que ignora su afición, hallaría desprecio y motivos para odiarla. Cuánta repugnancia nos inspira el macarra descamisado que arroja su enojo contra el débil, o el parásito acomplejado que se pavonea frente a un niño pequeño. Cuánta miseria se observa en la calaña del chuletilla fanfarrón que se rodea siempre de sus amigos protectores.
Nuestro héroe es el paria por excelencia, el perfecto paradigma de abusón: el grandullón resentido que se eleva tres cursos por encima de esa otra criatura indefensa a la que roba el almuerzo. Cuánta tierna poesía, cuántas películas norteamericanas no disfrutará en su más aislada intimidad como un pecado sonrojante e irrevelable. En una era dorada de progreso científico, impensable siglos atrás, en que la medicina ha alcanzado cotas de verdadera ciencia ficción, el azar nos regala como contrapeso a un salvaje, envuelto en agusanado terciopelo, cuyo propósito es aniquilar a cuanto ser humano se oponga a sus pueriles deseos de grandeza. La bestia se empeña, además, haciendo gala de un abominable cinismo, en maquillar tamaña epopeya ante su pueblo. El sentido común se nos pudre en las manos tratando de comprender la deriva moral de esta alimaña.
La gallina esteparia cacarea, ufana, en un corral sembrado de cadáveres. En un corral, dicho sea de paso, blindado tras insalvables muros de hormigón, tal es su exquisita cobardía. Su resquebrajado imperio, lejos de alcanzar esa gloria soñada, se está tiñendo de sangre inocente y estiércol. De anhelar pasar a la historia a acabar pasando a un macabro cuento infantil. De los cinco lobitos es el más feo, el más desharrapado. De los tres cerditos, el más cerdito. Qué perverso consuelo nos acaricia al imaginarlo brindando al sol con un chupito, como aquél. Métase usted el misil en el silo. Es usted la gallina envanecida y esteparia, el amargo y patético bufón del siglo XXI.
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