Dicen los más encopetados políticos, esas personas nobles e inflamadas de virtuosismo, esos hermosos oradores, carne célebre de elegantes estrados, que las promesas electorales están para cumplirlas. Cuando se pronuncian frases de este género, si uno presta la debida atención, podrá percibir a lo lejos, mezclada entre el precioso trinar de los pajarillos, una rotunda y divertida carcajada. La promesa electoral es la mentira más completa y grotesca que se ha proclamado jamás. Es el enmascarado engaño con que se persuade a los niños. Ningún profesional de la política, independientemente de su bagaje, de su carismático porte o de su exaltado discurso; ningún político de ninguna calaña, sin importar su procedencia humilde o aristocrática, ha proferido nunca —y nunca es nunca— una promesa electoral convencido honestamente de su deber de cumplirla, de su compromiso inquebrantable de llevarla a cabo. La promesa electoral es, con mucho, el timo de la más gruesa estampa, es el tentador caramelo con que se embauca tristemente a los necios. La odiosa hemeroteca, de consultarse apasionadamente en este sentido, podría convertirse en una deliciosa e hilarante obra cómica.
Confesemos ahora, no obstante, que tiene un enorme mérito cacarear promesas electorales sin enrojecer, sin sentirse abrumado visiblemente por el pudor, sin carraspear, sin que a uno le tiemble la voz, sin balbucear, sin que se le incendien de violento rubor la frente y las mejillas. Tiene un mérito inconmensurable, así lo reconocemos, seamos justos, manifestar públicamente una burda mentira sin inmutarse, sin acabar sintiéndose presa de la más absoluta vergüenza. No todo el mundo sería capaz de una hazaña semejante, de tanta estoica grandeza. Hay que tener madera, excepcional madera de político, de persona pública, de servidor del pueblo: de serpiente bíblica. Por el contrario, una persona bondadosa y franca se interrumpiría a sí misma con asombro en mitad de una patraña, y se echaría ruidosamente a reír. O a llorar amargamente, que en tales casos vendría a ser exactamente lo mismo.
Y vemos, con estupor y cierta ternura, hordas de benditos que comulgan inocentemente con el engaño, con la estafa de ese reiterado juramento de campaña electoral. Observamos, con melancólica resignación, ejércitos de muchedumbre alienada, vencida por el embuste, que acude a las urnas con el voto entre los dientes, bajo una radiante y espléndida sonrisa. Contemplamos, entre lágrimas de viva sorpresa, a la masa ovejera, de rodillas, aceptando mansamente el viejo camelo.
Vote usted a quien le dé la gana, vote usted con la mano en el corazón, vote con el intelecto. Déjese llevar usted por la ideología que más lo seduzca, preste su voto sagrado a aquella formación política que considere afín a sus convicciones, a aquella que encuentre más oportuna para liderar el gobierno de un municipio o de una comunidad. Pero jamás hipoteque su voto a una promesa electoral. No tolere usted —aquí introducimos nuestro humilde consejo— que lo hechicen vilmente con falacias tan groseras e infames como una miserable promesa electoral.
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