Todo es blanco, el blanco de la nada. Paseo por la ciudad. Es como si fuese la primera vez, efecto de la pérdida de costumbre y de esa alucinante desertificación producida por el cierre de cafeterías y comercios. Hace poco he cogido la costumbre de salir y sentarme en un banco de Soto, libro y Coca-Cola. Leo un rato, mensaje de whatsapp. Reunión telemática mañana. Me lo apunto mentalmente y, traicioneramente, vuelve a mí esa tensión intermitente que a día de hoy me ataca en cualquier momento. De nuevo me asaltan las ganas de llorar, nunca sé porqué. En el banco frente a mí hay sentada una señora mayor, no parece hacer nada pero creo adivinar en su parte de rostro descubierta una mirada de dispersión y resignación, quizá un espejo de la que debe ser también la mía. No lo sé, probablemente sea mi imaginación. Siento el impulso fortísimo de levantarme y abrazarla, de decirle que todo saldrá bien, que estoy con ella… pero pronto me doy cuenta de que es A MÍ a quien se lo quiero decir, a quien quiero abrazar. Naturalmente me reprimo, sigue ganando la partida, esa castrante represión a la que llaman autodominio. Ese no querer que nadie piense que estás loca en una sociedad en la que cualquier demostración de humanidad a destiempo se sigue identificando como un signo de enajenación. Vuelvo a mi libro, entierro mi mirada en él, es lo que procede. Por lo menos, siento la luz del sol.
Vuelves a casa y te pones algo de música. Hoy le toca el turno a Alan Parsons, The Turn of the Fryendly Card, abres el ordenador y reanudas la narración que estás escribiendo sobre una ciudad medieval asolada por la peste negra. Es un encargo, los encargos te estimulan, en este caso tú has elegido la temática, naturalmente te sientes identificada con ella, pero a la vez te sirve para evadirte de esas paredes cada vez más insoportablemente opresivas.
Cuando todo esto empezó no le diste importancia, creías que en algún momento todo se arreglaría, que volvería el mundo normal que siempre has conocido. Pero no. Tras el paréntesis de ese verano en el que por fin pudiste respirar e incluso hacer dos viajes (cortitos, eso sí), tras terminar tu primera novela en la que empleaste tu primera época de encierro, la nada, la única realidad en estos tiempos, te ha vuelto a atrapar. Llega la tarde con su oscuridad y sientes un impulso irreprimible de correr al exterior, sólo para la certeza de que en la calle no hay absolutamente nada. Sólo existen las enloquecedoras paredes de tu casa. Y a veces sientes el ataque de pánico, ese terror cósmico que antes sólo habías sentido una vez en tu primera vida, hace muchos años. Lo racionalizas, sabes que pasará, aunque a veces sólo lo puedas dominar yéndote a la cama a dormir y esperar el día siguiente. Generalmente funciona, aunque también alguna que otra mañana, atrapada en tu acogedora oscuridad, no te quieres levantar de la cama. Naturalmente, te obligas a hacerlo. Hoy te toca escribir, te toca reunión, te toca programa de radio. Hoy te toca activismo, aunque muchas veces te sorprenda el pensamiento de que todas tus luchas son inútiles y las pasiones humanas un patético sinsentido. Grabas el programa, lo emites desde esa Sede de la UA con aire a cripta subterránea en la que hoy todos los eventos culturales, toda vida, ha desaparecido. Las oficinas de los pisos superiores están vacías, en el estudio sólo puedes entrar tú. Sólo hay gente en la planta baja, saludas a los amigos de seguridad y te evades a realizar ese programa de radio ahora con más música que nunca y que inconscientemente utilizas como sustituto de esas pinchadas nocturnas que hace tiempo que sólo son un recuerdo.
Ayer fuiste al cine, el único que queda abierto en la ciudad. Y, cosa rara, viste una buena película, aunque no la disfrutaste del todo. Abrazos, cariño, interacción entre personajes, ligoteos, esa fiesta nocturna en el piso con un grupo enorme de amigos, despertar tu resaca mañanera al día siguiente, ese ambiente de pubs, naturalidad y fin de semana que durante años formó parte del ciclo de tu vida normal y que al verlo en una peli se te hace ahora tan extraño como esa ciudad que te desconcierta y recorres con la curiosidad de quien explora un nuevo y mundo, esa ciudad con la que has perdido esa confianza en el trato que tuviste un día no tan lejano…
Tu trabajo te hace entrar en redes más de lo que quisieras. Odias todo ese desquicie, toda esa locura, toda esa creciente irracionalidad, furia, odio y fanatismo que te hace también odiar a toda esa chusma que lo escupe. A veces les has contestado, tu superioridad y hastío te impulsan a reírte de ellos. Sabes que les enfureces simplemente para divertirte, pero ahora también este juego que antes disfrutabas te empieza a aburrir. Toda esta locura también es la nada. Y te das cuenta de la gente que el tiempo te va haciendo perder, tu círculo diario de amigos se ha reducido a tres o cuatro, lo sientes por algunos y otros te dan igual. Pero también esto tiene su lado bueno. La distancia, el no tener roce con esas personas a las que te encontrabas en ciertos sitios y tratabas simplemente por conveniencia te hace ir situándolas en su justo lugar. Haces tu criba. Te vale conservar a algunas, pero a las molestas las desagregas de tus redes o les restringes el acceso. Sin compasión y sin piedad, bien mirado es una forma más de ocupar tu tiempo y en esta época hacer una buena limpieza también equivale a sanar tu vida.
A veces odias ese aislamiento, a veces lo amas y te sumerges en él como si vivieses una regresión al seno materno. Quizá sea eso. Últimamente lees mucho sobre psicología individual y de las masas, Jung te encanta y te hace ver cosas muy claras. Sabes que bajo la mente consciente existen infinidad de ocultos horrores, que la masa es idiota y muy fácil de dirigir y engañar. Cada día te enerva comprobar la ignorancia e ineptitud de políticos y dirigentes y te hastía esa misma ignorancia sobre mil temas, sobre la vida en general, en la mayoría de gente con que te rozas. Sólo unos pocos se escapan a esta tónica general de pensar y hablar con sus sucias tripas. Gente cercana a ti, gente a la que quieres y aprecias y a la que no puedes abrazar.
No los aguantas. Te soliviantan los negacionistas, los hinchas acríticos de cualquier ideología, fascismos emergentes, feminismos segregacionistas, castradores culturales, mentes zombies colonizadas por las redes, fonógrafos estúpidos que escudan su odio en haghtags, memes y slogans. Te aíslas, te elevas sobre sus estériles debates. A veces te buscas una silla para ver cómo se destrozan eternamente entre ellos, los contemplas desde el punto de vista entomológico hasta que te aburres y te buscas otro espectáculo para entretener tu tiempo. Con orgullo, piensas que nunca serás así. No eres chusma sin voluntad ni raciocinio, pero tampoco sabes lo que eres. Ni te importa. Sólo pretendes sobrevivir.
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