Retomar la vida tras las vacaciones —no solo el trabajo, sino la propia vida—, reincorporarse a la desdibujada línea laboral, que es como un flaco hilillo de tiza en el asfalto; sentarse frente al espantoso y ronroneante ordenador, arrimarse a los ardientes fogones con el sombrero oblongo de payaso, sujetar de nuevo los cuernos de la máquina grasienta, subirse otra vez a la repugnante furgoneta… Ay, suplicio. Abrazarse nuevamente a la rutina —fatídica palabra—, navegar una vez más las frías corrientes de septiembre —fatídico mes—, soportar no solo el propio mal humor, también el capricho y el enojo de los clientes; empuñar la carretilla, deslomarse bajo la pila de ladrillos, embutirse en el viejo uniforme gris, que ya le hace bolsa a uno el pantalón de tan manido; asomarse a las bocas abiertas de los impacientes pacientes… Ay, dolor
Por si fuera poco —ningún pastel sin su guinda—, el runrún insoportable a media voz del nefasto otoño que viene, la punzante cantinela del coco azul, de una nueva crisis, una bien gorda —recurrente mantra para someter al proletario, para que hinque la mirada en la arena, aterrado, y no rechiste—, que es, todo ese rumor pernicioso, como una abominable sucesión de martillazos que no le permiten a uno conciliar el sueño reparador. Bastante se tiene ya con esta fatiga posvacacional, amargo reflujo de aquellos días ociosos, como para que, además, se empeñen los ceñudos agoreros en agriarnos la vida con ese oscuro porvenir que está, dicen, por venir.
Si tuviéramos verdadera visión de negocio, ya habríamos inventado el gintoni a domicilio. Menos aplicaciones informáticas y más asistencia espiritual. Menos hueca virtualidad y más auxilio verdadero. Menos trabajar y más samba: “No me eche usted mucho hielo, que ando tocado de la garganta”. Y allí, en el recibidor, junto a las maletas aún por deshacer y la bola de cristal llena de agua y nieve, recuerdo de Andorra, un desconocido en chándal, con el casco de la moto en el codo, rompiéndonos la burbuja de la tónica. Qué forma tan hermosa de acariciar el cielo. “¿Le añado unas bayas de enebro, caballero?” “Ponga usted cuarto y mitad”.
En este intolerable retorno a la rutina —asquerosa palabra—, nos resulta fastidioso hasta retomar las amistades. Nos sale a chorro por los poros una refulgente misantropía de amarillenta coloración. Nos topamos, al volver una esquina, con un amable y sonriente ser humano, que, al reconocernos, se nos abalanza con pavoroso entusiasmo: “Cuánto tiempo sin verte. Ven, dame un abrazo”. “Abrázate tú con las puñeteras narices”. Transcurren penosamente los espesos días de este septiembre insufrible que no tiene la menor intención de acabar, de esta charca enfangada sin horizonte, de este nuevo círculo del infierno, y continuamos, qué más se puede hacer, apretando los dientes. Déjenos usted en paz. Permítanos, se lo rogamos, ahogarnos dulcemente en esta negra y mortal fatiga.
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