Aquellos individuos que todavía no han tenido pareja han bosquejado en sus mentes, a lo largo del tiempo y con gran ayuda de su tierno deseo, la excepcional figura de un ser precioso y mitológico. De un ser mitológico de primera división, no de una deidad menor, no de una vulgar nereida montada en un delfín con expresión bobalicona, ni de una estúpida ninfa del bosque con un ridículo collar de alegres florecillas. Los inmaculados individuos que aún no han tenido pareja —seres desdichados y meditabundos que no han logrado saborear las deliciosas mieles de la vida conyugal— imaginan, por fuerza, que su futura compañera se presentará ante ellos el día menos pensado, probablemente un martes a la hora de la merienda, encarnada en una asombrosa Diana —o una Artemisa, según la preferencia—, y que un coro de celestiales vocecillas amenizará el instante con exquisitas y armoniosas pinceladas. Se figuran a su inminente prometida derribando de una patada la puerta de su pisito de soltero, es decir, del pisito que todavía comparten con sus padres. Se la representan bellísima y empoderada, algo enfurruñada, como corresponde a una diosa, apenas envuelta en un atuendo asaz descocado y sobrecogedor, los ojos chispeantes de abrasadora lujuria, amenazándolos con atizarles en el hocico con el carcaj, para mayor disfrute y fantasía. Son sus flechas, las de esta primorosa divinidad, arrebatadoras y certeras, que en nada envidian los aguijonazos pueriles de Cupido.

En el mundo real las cosas se desarrollan, digámoslo de una vez, con una muy ligera diferencia, con matices sutilmente distintos. Podría afirmarse que el ensueño del célibe soltero no se corresponde exactamente con los posteriores acontecimientos. En cuanto al planteamiento del contexto mitológico, suele ocurrir que la diosa Diana se asemeja más, por lo general, a una Parca —o a una Moira, según la preferencia—, y, por alguna incomprensible razón, el coro de angelicales vocecillas no acostumbra aparecer en estos casos. La cándida expectativa del soltero, terco enamorado de la vida, idealista empecinado del perfecto matrimonio, es bastante similar a la conmovedora ilusión del niño la noche de Reyes.

Ay, el día a día de la vida en pareja no ha resultado ser como el soltero esperaba. Algo ha fallado, vaya usted a averiguar por qué. Tal vez debimos pronunciar un conjuro en la primera cita, mientras nos devorábamos empalagosamente con la mirada, al alba, en aquella cafetería de extrarradio. Quizá debimos sembrar el edredón con copiosos pétalos de rosa. Algo hicimos mal. El destino, ogro malcarado y fullero, nos ha torcido el camino, nos ha conducido tramposamente a un estadio de rutina gris, de amor desteñido. Ha convertido los primeros gestos de ternura y de apasionado afán en tristes ademanes mecánicos, vacíos ya de todo entusiasmo.

De entregarnos nuestra pareja impetuosamente su vida entera, ayer, a regalarnos hoy una corbata o unos calcetines blancos. De planear viajar juntos a Venecia o a la Patagonia, a viajar, por separado, de la salita a la cocina. De soñar dulcemente con tener pareja, ay, a emparejarnos con la más perezosa melancolía.