La pereza es un monstruo desgreñado de gruesas y pesadas cadenas de goma que nos arrastra por el vestíbulo y los pasillos, tirando lentamente de nosotros, como si fuéramos un saco voluminoso de patatas. La pereza es una melodía susurrante, embrujadora, que nos mantiene inmóviles y aplastados bajo un espeso e invisible manto, incapaces de enderezar deliberadamente un dedo, de tensar un párpado. Es una brisa maliciosa que penetra por los orificios nasales y nos deja petrificados junto a la ventana, con los ojos entornados y la boca bien abierta, contemplando estúpidamente cómo brinca el inquieto gorrión entre los charcos de lluvia. Es la pereza una determinación inconsciente, ajena a nuestra voluntad, que nos exhorta a abandonar cualquier propósito noble de movimiento, incluso de pensamiento coherente: se instala primero en el cerebro como una llamita ardiente y bailarina, y se desliza a continuación, bajando por la espina dorsal, con dulce y cálido regocijo, hasta conquistar el resto del cuerpo.
Hay muchas personas que vinieron al mundo de esta guisa, impregnadas constantemente de una aguda pereza —puede vérselas en el funcionariado, por ejemplo, o en los escaños de una Cámara Baja—, pero, por lo general, padecer esta pegajosa y enfermiza indolencia es un accidente que sobreviene después de largos periodos de inactividad vacacional. Existen puntuales factores, asimismo, que provocan la aparición de una perdurable y dramática pereza, en algunos casos, con carácter irreversible: la responsabilidad, la observancia de un horario laboral o de una promesa, el ejercicio físico de cualquier tipo, el estudio o la lectura, la educación de un hijo, la consecución de un objetivo propuesto, cumplir carnalmente con el cónyuge… Factores, éstos, que nos perturban singularmente y desmadejan nuestra cómoda existencia por su maldita e irritante inconveniencia. No obstante, cabría señalar que en una determinada circunstancia la pereza remite, se extingue misteriosamente por completo: a la hora de comer. En esta situación específica, no hay pereza que valga. No queda ni rastro.
Bajo el mortal influjo de la pereza, han caído sastres, fruteros, estanqueras, vendedores de bragas, taxistas y hasta peleteros. Se siente uno, cuando la monstruosa pereza lo arrolla, muy a su pesar, malherido en su orgullo y vilipendiado en su minúscula dignidad. Le pesan a uno los pies como si tratara de caminar sobre un mar viscoso de cemento. Le late a uno el corazón con abrumadora desgana, a lentos trompicones, a regañadientes. Necesitamos tres despertadores y una alarma de incendios para salir de la cama. Estamos untando la tostada con protector solar, y las manos, torpes y morosas, semejan candeleros de plomo. La tarea más sencilla, el gesto más cotidiano, se convierte en la más horrible e inasequible hazaña. Baja tú la basura, nena, que yo no puedo, que no me alcanzan las fuerzas. Se llega a un punto crítico en que colocarse bajo la ducha puede percibirse incluso como una maniobra insoportable, espantosa, irrealizable, absolutamente quimérica. Vivir, cuando la pereza nos acuna esponjosamente entre sus pérfidos brazos, es, amigo mío, una fastidiosa agonía.
Comentarios