Hace unos años, cuando nadie tenía a mano un teléfono móvil con cámara fotográfica integrada, se informaba obscenamente del avistamiento de entre siete y ocho ovnis por semana. De similar modo, en Rusia, donde nadie tiene a mano un periódico de información veraz integrada, se registran diariamente entre siete y ocho mentiras, carentes de pudor. Con toda probabilidad, el repugnante sátrapa, sirviéndose del más refinado cinismo, acabará jurando que todo lo arrasa en nombre de la democracia y la libertad. Después del susto de la amenaza nuclear, que se antojaba umbral infranqueable, qué puede hacerse, nos preguntamos con cierta fatiga, sino asumir el inminente desastre. Aquí, independientemente del bulo o de la verdad contrastada, y del gran esfuerzo que conlleva distinguirlos, y con inmensa resignación, optamos por construir el chiste, que hace las veces de filtro y lima los flecos astillados de la desoladora tragedia. Muy a nuestro pesar, extraemos desde las entrañas, amparado en un atávico instinto de supervivencia, el humor más sofisticado.
Así pues, qué puede hacer un panadero, se pregunta un panadero, sino cumplir con su trabajo: “¿A cuánto están las bombitas?” “Las nucleares a tres euros la docena. Llevan cabello de ángel”. En algunos comedores, bajo los retratos ordenados de la comunión de los niños, familias enteras han expresado su repulsa negándose a comer más ensaladilla. Leemos en los muros de la ciudad, con atractiva tipografía: “Se alquila búnker bonito, luminoso, con vistas al mar, tres dormitorios, listo para entrar a vivir. Urge”. En caso de zambombazo, échese usted bajo la mesa de aglomerado, que algo protege. Los cincuenta megatones no pueden con la dieta mediterránea, con el aceite de oliva, que todo lo cura. Se echa uno a rezar, lo que sabe, cada vez que zumba la lavadora del vecino. La moto petardea en el chaflán y alguien exclama “cuerpo a tierra” con alegría. Salimos, de media, a nueve microinfartos diarios. Algunas compañías telefónicas están incorporando tarifas “fin del mundo” suculentas: 3 gigas simétricos y llamadas ilimitadas hasta la deflagración. “¿Qué libro me recomienda usted?” “Cualquiera que no sea muy largo, para que le dé tiempo”. Hay peluquerías que ofertan peinados con forma de hongo. Tener en mente la reforma de la casita de campo y posponer la acometida por considerarla precipitada. Se impone la lógica: espera a que caiga la ojiva, nena, y reformamos después dos pájaros de un tiro. En caso de bombazo, quién me paga los arañazos del coche, que no tiene ni mil kilómetros. Bombas sí, pero que no me corten el wifi. Forre usted las ventanas con papel de aluminio. Úntese el cuerpo de Aloe vera. Se ha establecido, al encenderse el horizonte con azafranados matices, una cómoda rutina: tortillita francesa, dos mandarinas y el parte de guerra. Mañana más. Qué grandísima idea reventar las calles ahora, precisamente, a mascletàs. La primitiva no, pero el misil de largo alcance es muy probable que nos aterrice en el jardín. Lástima de geranios.
Reír por no llorar, por no dejarse sucumbir. Por no ceder, vencidos, con la garganta estrangulada, a la tristeza más desgarradora y amarga.
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