Cuando leí su primera novela, publicada en 1963 por Seix Barral, yo tenía catorce años. Mi padre, crítico literario, tenía acceso a las novedades editoriales que le hacía llegar el editor Carlos Barral desde España. Desde entonces, fui un lector privilegiado de Mario Vargas Llosa, al que he admirado por su faceta de novelista y figura señera del que fuera llamado “boom” literario sudamericano.
Con el tiempo, el escritor peruano se fue distanciando no solo de sus compañeros de generación -Cortázar, García Márquez, José Donoso- sino que fue escorándose hacia posiciones ultraliberales tras su decepción con la Revolución cubana que , en un principio, le contó entre sus admiradores como tantos otros de su misma camada de grandes escritores. La madurez llevó a Vargas Llosa a elogiar el modelo económico llamado “milagro chileno” de la dictadura militar de Pinochet y a despachar los años de la Unidad Popular de Salvador Allende como de “anarquía y demagogia”. En su Fundación para la libertad ha alentado a la derecha más conspicua, desde Cayetana a Vox.
Vargas Llosa, a mi juicio, es uno de los más grandes y talentosos de esa pléyade latinoamericana de gigantes de la novela. Su capacidad para extraer de la realidad social y política de su país el relato balzaciano no solamente de su Perú natal sino de toda Hispanoamérica es incomparable. Ni siquiera García Márquez con sus Cien años de soledad alcanza esa cima que es Conversación en la Catedral.
Curiosamente, los comienzos de Vargas Llosa y el colombiano -tan opuestos en su trayectoria y rivales hasta la muerte- coinciden, en el ejercicio del periodismo y en el exilio voluntario. También en el rechazo editorial de sus primeros trabajos en Europa. Se dice que La ciudad y los perros durmió en un cajón de Seix Barral mucho tiempo, hasta que un buen día Carlos Barral la extrajo de la gaveta para pasar el tiempo y se encontró, maravillado, con la que sería una novela muy apreciada por la crítica y acreedora a varios premios. Hubo que sortear hábilmente la censura franquista en aquel tiempo infausto, ya que su argumento trataba de una institución militar y denunciaba los abusos y la corrupción del mundo castrense. Bien es cierto que el instituto armado al que se refería el libro de Vargas era el colegio militar privado donde él mismo había estado unos años. La historia de ese ambiente represivo y asfixiante la retomó años más tarde, en 1967 con el relato Los cachorros, basado en un hecho real, la castración de un adolescente, que tomó de una noticia periodística. El joven, apodado Pichula Cuéllar (“pichula” es el vocablo popular en algunos países del sur americano para referirse al pene) atacado en su colegio por un feroz can, ejemplifica con su emasculación , de manera simbólica, el machismo imperante y la opresión del sistema en esos ambientes.
Con el tiempo y los años, Mario Vargas Llosa ha pasado a ser figura del papel couché y de la prensa de la entrepierna, gracias a su unión con la socialité Isabel Preysler. La ya vieja dama de bidés y rostro de porcelana no le ha sentado bien al viejo escritor, que finalmente ha tirado la toalla retirándose a sus cuarteles de invierno. Se dice por ahí que su relato Los vientos, que he leído publicado recientemente en un digital cultural mexicano, es premonitorio de esa ruptura anunciada. En él, un anciano con síntomas de demencia senil repasa su vida amorosa y se lamenta de haber dejado a su anterior esposa por una mujer que “no valía la pena” , a la que se sintió atraído por culpa de la “pichula”, que ya no le sirve más que para orinar.
Leo en los diarios chilenos la noticia comentada por los “haters” de siempre en esos medios, por lo general ultraderechistas o fascistas, nacionalistas que odian a otras naciones andinas como Perú y Bolivia. A los peruanos los llaman despectivamente “cholos” y así nombran al Nobel peruano, diciendo además que “al cholo no se le levanta” y como a la Preysler “le gusta todavía el pico” (o “pichula”, en buen chileno) ha dejado al viejo escritor.
Es lamentable que un intelectual y creador de su talla sea, por esta circunstancia de su vida privada, juzgado por su supuesta decadencia sexual o senilidad. Por otra parte, hay en este asunto tan malo una cierta “justicia poética”, ya que tiempo atrás Don Mario  se refería a Pablo Neruda con palabras hirientes relatando una visita a su casa de Isla Negra, donde deja una imagen infantiloide y senil de su anfitrión. También ridiculizó la vestimenta de Evo Morales, elevó a Iván Duque y a Macri a los altares.
Un escritor donde mejor está es en el secreto o reserva de su vida privada. Pero para eso es condición necesaria que se mantenga alejado de los focos mediáticos y de la vida social intensa. Salinger, entre otros, es un ejemplo, aunque un tanto extremo. Más tarde, como ocurrió en su caso, sus allegados o familiares desvelarán los entresijos escabrosos de su intimidad, sus desvaríos y sus pasiones.
Pero, en vida y por si acaso, es mejor mantener los genitales bien tapados y a resguardo de las malas lenguas de las enredosas redes sociales y alejarse del oropel de los títulos nobiliarios y las mal habladas trompetas de la fama, (bien mal embouchées) que decía mi querido Brassens.