Este 10 de agosto, a las seis de lals tarde, se lleva a cabo en Santa María la Prova de l’Àngel, con el fin de conocer la resistencia a las alturas de los niños que han de situarse en alguno de los aparatos aéreos. El Misteri tiene dos escenarios fundamentales: el terrestre (andador y cadafal) y el aéreo. Entre el cielo y la tierra median 25 metros, que pequeños de ocho a diez años han de salvar, sin dejar de cantar, en los diferentes aparatos aéreos, recubiertos todos ellos de deslumbrante oripell (ya existen datos en 1643): la mangrana, o granada, que se abre en ocho gajos y en cuyo interior va el ángel con la palma; el araceli (altar del cielo), armazón de hierro en forma de retablo, ocupado por cinco ángeles (algunos estudiosos han querido ver en la figura central la representación de Jesucristo); y la coronación, aunque este último, que transporta a la Santísima Trinidad, se queda a mitad de camino. Sus voces infantiles sustentan catorce papeles, entre ellos los dos solistas principales: la María Mayor y el ángel de la mangrana. Además, el cortejo de la Virgen, dos de los ángeles del araceli, y el Hijo y el Espíritu Santo de la coronación.

“¿El ángel es de verdad
Reina un ambiente gozoso en el templo. Ahora sí que son los críos los protagonistas: actores y espectadores. Familias enteras ocupan los bancos, donde los pequeños se revuelven inquietos: “Mamá, ¿el ángel es de verdad?”. “Cuando la Virgen se muere, ¿a dónde va?”. No hay mejor introducción a la Festa que esta Prova que se ha convertido, además, en una especie de ensayo general, ya que no sólo intervienen los aparatos aéreos, sino que se muestran diferentes escenas con cantores adultos. El maestro de ceremonias aprovecha para pulir algunos de los detalles de la representación, y las voces de unos y otros resuenan en la basílica, para deleite de cuantos han acudido hasta allí.

Hubo un tiempo, hasta comienzos de los años cincuenta del pasado siglo, en que la Prova de l’Àngel era una auténtica batalla campal, protagonizada por las conyetes (membrillos) que los niños se tiraban unos a otros y, sobre todo, al que bajaba en la mangrana. “Pasaban las coñetas por en medio de las alas”, rememora Vicente Quiles, responsable de la tramoya alta, que hizo de ángel en esa época. “Las tiraban desde los balcones. Aquello era la guerra, don José Ródenas [arcipreste de Santa María] por el andador, gritando: ‘¡Bárbaros, bárbaros!’, y la policía y la guardia civil escarbando los bolsillos de los chiquillos, para que no las entraran”.

Ginés Román, sacerdote –el primero desde 1830– que ha desempeñado en diversas ocasiones el cargo de maestro de capilla, lo recuerda de esta manera: “Don José terminó con lo de las coñetas: se plantó a la puerta de Santa María con un capazo, cerró todos los demás accesos y fue cacheando chiquillo a chiquillo”.

Hormigueo batallador
Pedro Ibarra, archivero municipal, cronista y profundo enamorado y defensor de la Festa, hacía en 1901 en el diario valenciano Las Provincias una colorista y vívida descripción de la Prova de l’Àngel, que no nos resistimos a reproducir in extenso: “A las dos de la tarde principia a invadir el grandioso templo una inmensa avalancha de chicuelos (…) [que] asalta, se apodera y ocupa, con indecible alegría, todas las tribunas, enverjados y balconaje (…), sin miedo a que monaguillos ni sacristanes los desalojen de una posición tomada por la fuerza, amparada por la costumbre y conservada con los puños. (…) Llenas las tribunas, repleto el coro, asaltado el altar mayor, ocupado el facistol y tomados todos los mejores puestos por los que vinieron temprano, empiezan los apuros y trabajos para colocar a todos los que en continua avenida van llegando. Vista desde una altura la gran nave, asusta ver tanto chiquillo. (…) Se invade el gran tablado, que se reserva para el elemento oficial. Los municipales a garrotazo limpio, los sacristanes y monaguillos a empujones y cachetes, defienden aquel reservado (…). Sobre los tazones de las pilas de agua bendita se colocan chiquillos a docenas. En el tímpano que separa el coro de la nave se montan chiquillos: chiquillos se agarran a los relieves arquitectónicos; chiquillos trepan por las doradas tallas del retablo central; chiquillos, por último, se meten hasta en el bocaporte del camarín de la Virgen y trepan por sus capiteles (…). Excuso decir que la Divina Forma ha sido retirada con antelación. (…) Cada vez que una tramoya sube o baja, cada vez que la puerta del cielo se cierra o abre, resuena un nutridísimo aplauso por millares de manecitas, se ensordece uno con aquellos vivas tan chillones, se admira uno de presenciar aquel barullo. Son las seis de la tarde. Ha terminado la prueba del Ángel (…). Aquel hormigueo batallador se disuelve, aquel remolino se abre paso por las cinco puertas del templo, en menos de diez minutos y… hasta el año que viene”.

El papel más difícil
Los pequeños pueden desempeñar cualquiera de los papeles infantiles, ya que los memorizan de tanto escucharlos. No sería la primera vez que hay que hacer frente a una situación de emergencia: “Un año”, dice Ginés Román, “se me constiparon todos los chiquillos. Cogí a Antonio Antón Latour [maestro de ceremonias en la actualidad y antes, ángel del araceli] y le dije: ‘Vas a hacer la María’. Me contestó que no lo había hecho nunca, que no se lo sabía bien… Cuando empezó la representación le empujé para dentro y cantó, ¡vaya si cantó!”.

Todo el mundo está de acuerdo en que es el papel más difícil. Para Manuel Ramos, maestro de capilla entre 1993 y 2001, y María él mismo entre 1976 y 1980, “tanto la María como el ángel tienen muchas notas de adorno que complican la partitura. Si Montserrat Caballé se enfrentara a ella lo haría, por supuesto, porque es muy profesional; pero le costaría”. “Con la misma melodía tiene que cantar ocho letras diferentes; además, ha de aguantar de rodillas tres cuartos de hora largos”, comenta Antonio Antón. Por eso no es de extrañar que el chaval que lo desempeñó entre 1996 y 1999, Ricardo Inarejos, señalara sin pestañear: “Lo que más me gusta es cuando se muere, porque estoy hecho polvo”.

“Mejor que el mundo”
Es, pues, en la Prova de l’Àngel cuando los niños se suben por primera vez en los diferentes aparatos aéreos. No les suelen dar mucha oportunidad para tener miedo. Los hombres de la tramoya alta son bastante expeditivos, y si intuyen el más leve asomo de temor, les tranquilizan con un “che, xiquet, si vas a estar mejor que el mundo ahí adentro”. Los chicos, por su parte, se lanzan generalmente sin dudar a lo que para muchos de ellos constituye toda una aventura. Pablo Ruz [actual concejal de Cultura], que hizo de ángel de la mangrana entre 1992 y 1996, recuerda que, con el transcurso del tiempo, fue cambiando de opinión: “En el último año, hasta que no veía los balcones del corredor a mi altura, tenía miedo; cuando era más pequeño no me pasaba”. Antonio Antón, ángel en 1933 y 1934, dice: “Las alas de la mangrana no cierran herméticamente, por lo que entra un poco de luz. Apenas se abre, instintivamente se mira para abajo, y ves aquello todo lleno de cabecitas: eso es lo que más impresiona”.

En ocasiones, la Prova de l’Àngel demuestra su razón de ser: en 2000, uno de los niños que tenía que bajar en el araceli se negó en redondo y tuvo que ser sustituido.

“En el momento de abrirse la mangrana a veces se oyen bebés llorando abajo; también se escuchan los aplausos, pero yo no siento nada: sólo sé que tengo que cantar”, apunta Jorge Quesada, ángel a finales de los noventa.

Cantar, y cantar maravillosamente bien, “una melopea cargada de melismas”, en definición del músico alicantino Óscar Esplá, quien en 1924 formó parte, como vocal artístico, de la Junta Protectora de la Festa de Elche; a pesar de la atmósfera creada por el calor ambiental (pleno mes de agosto) y el calor humano (la basílica está a rebosar), que sube al cielo en forma de bocanada de aire caliente.