La proximidad de la Navidad es, de todas, la excusa más aceptada. Es un entusiasmo abnegado lo que nos lleva a arrojarnos de cabeza al denso océano de los grandes centros comerciales. Irrumpimos en estos campos de hormigón perfectamente iluminados, nos adentramos en el diseñado laberinto de las inmensas superficies con un sospechoso fulgor en la mirada. Querríamos comprarlo todo. Serán objetos que, en muchos casos, acabarán depositados con indiferencia sobre una mesa aislada del resto de la casa, donde se contemplará cómo se deterioran, cómo envejecen —como nosotros— irremediablemente sin darle ningún uso apropiado —como nuestra propia vida—, cómo se cubren de polvo y olvido.
Sucede a menudo que la persona obsequiada no se atreve a utilizar la bicicleta que le regalamos por miedo a estropearla, por temor a que se manche de barro. Pocas cosas tan inútiles, salvo en muy honrosas excepciones, como un artículo de Navidad. La sorpresa del regalo que maravilla los ojos inocentes de un niño es inmediatamente opacada por un nuevo regalo, por un nuevo juguete: el que acaba de entregarle la abuela, que a su vez será eclipsado súbitamente por el centelleo poderoso e iridiscente de un tercer regalo, el del tío Emilio. Habría que erigir un monumento en cada plaza principal al soberbio mamarracho que inventó la tarjeta de crédito. Es un fenómeno estremecedor que no logramos comprender desde la juiciosa perspectiva del sentido común: a qué obedece, nos preguntamos mientras secamos las lágrimas, ese empeño por endeudarnos hasta los ojos, por tirar de tarjeta, que vendría a ser como saltar desde un avión sin paracaídas y esperar que en el último momento nos asome un cohete por el culo para aterrizar con facilidad sobre el tejado, entre la ropa tendida, o en mitad de un precioso campo de tulipanes encarnados.
Hay personas que atiborran los carritos de la compra como si, abrumados por la esperanza de la redención, se dirigieran al Arca de Noé. Hemos visto a majaderos tratando de introducir un televisor de noventa pulgadas en un cochecito de tres puertas. O a un merluzo intentando transportar un frigorífico en un ciclomotor. Dónde queda el sano juicio cuando se arrambla con todo para cumplir con la cuota de compras navideñas. Se fomenta en estas fechas el turismo chabacano, el de viajar a la capital solo para realizar las compras. «Qué bonito el jersey con el osito bordado», exclama el cuñado. «Qué bonito —se dice para sus adentros, sin embargo— que te despeñaras por un barranco.» Resulta tan irrespirable el tufo que despide el perfume regalado que nos precipitamos a abrir las ventanas. Qué rotunda certeza, por otra parte, la de que jamás nos vestiremos con ese pijama, herramienta infalible que aniquilaría nuestro orgullo. En qué lugar colocaremos el espantoso centro de mesa. Mantenemos la sonrisa hasta que se marcha la suegra, en una demostración de impecable cortesía, y entonces procedemos a propinar una patada salvaje al monigote estridente de a pilas, que corretea como una rata luminosa por el pasillo.
Endeudarse penosamente, compadre, por sostener a toda costa una tradición mercantil, por pertenecer obedientemente al rebaño y no convertirnos en unos parias, y así tolerar que nos arrastre con placidez la corriente, debidamente pergeñada, que dictan cuatro mamelucos.
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