Llega un momento en la vida en que un individuo es repudiado por su familia y sus amigos, y desterrado en una apartada isla, y es ahí cuando puede aprovecharse la ocasión, que pintaron calva, para proclamar sin temor opiniones controvertidas. Hay un cierto tabú con respecto a manifestar un juicio severo a propósito de la epidémica autopublicación literaria. Se sugiere el silencio y la condescendencia para no herir el amor propio de los tontos, pero esa encubierta censura, esa mojigatería, aviva precisamente nuestras ganas de provocar el conflicto. El de la autopublicación literaria es, digámoslo de una vez, un jardín de agudas espinas.
El mercado editorial, desde un punto de vista de estricta calidad literaria, se encuentra perfectamente podrido. Una empresa, por definición, aspira a alcanzar beneficios económicos, y los ideales románticos no tienen cabida. Si es usted varón de mediana edad y traza benévolos garabatos en un papel, henchido de un noble y elevado ánimo poético, no va a publicar. Usted no va a publicar, no verá su libro publicado. El reciente caso de Sergi Puertas, varón de mediana edad, que se hizo pasar por una chica joven y que recibió inmediatamente respuesta de varias editoriales, es el ejemplo más brillante y esclarecedor de esta rotunda teoría. Si usted no presenta un telediario o un magazín televisivo, no va a publicar, usted no va a ver su libro publicado. Es irrelevante, desde la pura perspectiva comercial, que usted escriba como los ángeles, que sea usted la asombrosa reencarnación de Cervantes, de Quevedo, de Virginia Woolf o de Víctor Hugo, o de todos ellos a la vez. A nadie le importa el inmenso talento literario de usted. Existen infames copisterías, disfrazadas de editoriales, que le ofrecerán publicar su libro mediante un patético acuerdo de colaboración: le exigirán abonar una parte de la edición o comprometerse a adquirir un determinado número de ejemplares: eche a correr sin mirar atrás. Ese libro, una vez impreso, no será promocionado de ningún modo. Debemos señalar, no obstante, que se puede seducir a una editorial transitando un repugnante camino: aborde usted miserablemente temáticas sociales de rabiosa actualidad, escriba usted sin pudor sobre el maltrato, sobre el machismo, sobre la ideología de género.
Autopublicar un libro es proclamar a los cuatro vientos la propia belleza, es asumir que se es un fabuloso escritor y que merece, por tanto, que su libro sea leído. Es despreciar el criterio autorizado de los profesionales, es renunciar a la lucha, es la más sonrojante exhibición de la egolatría: «Qué bonito escribo, ergo publíquese inmediatamente mi novela». Nos conmueve profundamente contemplar esas tan habituales presentaciones de libros autopublicados a las que acuden, vistiendo sus mejores galas, cuatro amigos de la infancia, la madre, la abuela, la cuñada y un vecino del barrio que no tenía nada mejor que hacer. Se nos encoge el corazón al observar con qué naturalidad se presta un individuo a que se pisotee alegremente su propia dignidad.
La autopublicación de un libro debe ser una salida desesperada de emergencia, debe entenderse como una solución resignada: un modo de trasladar finalmente al papel una obra que ha sido permanentemente rechazada. Pero, en ningún caso, una opción prematura. La gran mayoría de obras autopublicadas, y confesamos esto con sincera tristeza, son trabajos elaborados sin ningún criterio, sin ningún talento, sin estilo, con escaso dominio del lenguaje y de la técnica. Son obras llevadas a cabo por diletantes caprichosos y muy pagados de sí mismos que apenas tienen bagaje literario, que no han leído lo suficiente, que no conocen ni por asomo el oficio. Son, expresémoslo sin ambages, auténtica basura.