Las amables bicicletas, indudablemente, son para el verano. Pedalear con una sonrisa radiante en el rostro aterciopelado es capricho de altas temperaturas. Se requiere un aparato reproductor noble y bien desarrollado para subirse a la bici en enero. Sólo don Tancredo amarraría el caballo con desdén a un poste y se decantaría por cabalgar la bicicleta en el inclemente invierno, pues su arrojo se halla un escalón por encima del nuestro. No obstante, la moto de cincuenta centímetros cúbicos, la de la carraspera rodante, se usa indistintamente en cualquier época del año, precisamente porque, muy al contrario que la bicicleta, no es imprescindible conducir una flamante Derbi en primorosos calzoncillos.
En los pueblos, donde la cultura en sí misma es notablemente pintoresca, a estos moscardones motorizados tan molestos se los conoce como los amoticos. Con quince años, los nenes galopan sobre estas relucientes matracas con alegría y fervor exorbitante. Con la llegada del buen tiempo, su fastidioso e insoportable traqueteo se multiplica. ¿Significa esto que la tribu de ruidosos moscardones se redobla en verano? No. Es, sencillamente, que la canícula invita a abrir las ventanas, y el aberrante estrépito penetra en los dulces hogares con más eficacia. Un buen amigo de un servidor sentenció, abordado por esta encendida cuestión mientras mordía una zanahoria:»Estos amoticos habría que prohibirlos». Hay cierto y enternecido placer, es innegable, en pasarse la tolerancia, ocasionalmente y según convenga, por el forro de la pandereta. Ríase usted de las loterías estatales: confiramos a cada persona, como una gracia sagrada, el derecho a vetar cualquier cosa, lo que fuere: «¡Prohibamos los tatuajes!» ¡Concedido! «¡Basta de teñirse el pelo de azul!» ¡No se hable más!
El insoslayable terror de unos padres se hace gordo a medida que se aproxima el día en que su retoño alcanzará los quince años. El inevitable y terrorífico instante siempre llega, mortificante como un dolor de muelas: «Mama, cómprame el amotico». Cómpraselo, mama, que ha aprobado tres de doce, el angelito, el lumbrera. La tragedia crece, se torna mayúscula, colosal: en los pueblos, por lo general, los edificios son bajos, y el estruendo del amotico erosiona la calma con mayor y más cercano ensañamiento. El infierno horrísono queda a ras de suelo. La sopa tiembla en los platos cuando pasan berreando estas carracas del diablo. Se han dado casos de amoticos que han matado a individuos antes de atropellarlos; por el fragor, se comprende, por la implosión mortal que provoca en el organismo la súbita matraca.
Gasofa subvencionada por mi viejo. Si te portas bien te doy dineros para que llenes el depósito, y, si no, también. Conmueve contemplar, dicho sea de paso, los amoticos de baja cilindrada gimiendo agónicamente cuesta arriba —camino de la ermita, enclave estratégico para el magreo y el porrico—, soportando a duras penas el sobrepeso de dos tiernas criaturicas aficionadas a las rosquillas y la rica panceta: «Dale puño, cari, dale puño».
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