Son una raza de individuos incorruptibles, no se los puede sobornar, no hay manera de persuadirlos para que se unan a nuestros propósitos, a nuestra ideología, a nuestra santa parroquia. Son impermeables al chantaje, a las amenazas, a la extorsión. Los sobrios son una estirpe de personas insoportablemente íntegras. Resulta en extremo complicado hallar su punto débil, siempre se mantienen firmes e impávidas. Los sobrios nos juzgan, ceñudos, con sus ojillos despiertos. No hay modo de someter su voluntad. A una dama sobria no hay varón emperejilado que la arrastre al huerto. Con ella no valen los argumentos tramposos ni las promesas de mera fábula.
Con qué facilidad una persona sobria derriba de un papirotazo los castillos artificiosos que los necios construyen en el aire. Con qué maestría traza un sobrio en la arena la línea recta y profunda entre la verdad y la mentira. Los sobrios contemplan con una sonrisa disimulada a todos esos tontos que chapotean como focas torpes e indolentes en las aguas turbias del alcohol o en las playas de la mendacidad. Observan con desprecio cómo bajan navegando los idiotas, sumergidos hasta la nariz, por el río turbulento del pensamiento único. Los sobrios examinan pacientemente el parloteo interminable del tuercebotas, los aspavientos pueriles del majadero, las visibles artimañas del zoquete, la doblez de aquel siniestro y ladino vendehumos.
Tratamos de ofrecer a los sobrios unos tomates a un precio exorbitado, pero recelan, descubren de inmediato el timo. Tratamos de venderles a nuestra hermana, a nuestra madre, pero recelan, descubren al instante que somos trapaceros, gentes ruines, miserables, bribones huérfanos de escrúpulos. Los sobrios nos arropan para que durmamos la mona, que tantos esfuerzos hacemos en vano por vestirla de seda. Nada lograremos de un sobrio, no conseguiremos tronchar el tallo de sus principios. Como payasos de sonrisas desdibujadas, como ovejas indefensas y espantadas, revolotean los miembros de la masa borreguera en torno al pedestal de los sobrios. Hacia ellos alzan suplicantes sus pezuñas de borrico, balbuceando plegarias. Hacia ellos dirigen sus patéticos ruegos: «Ay de mí. Consiente mi capricho, persona sobria. Comulga con mis ideas, participa de mi farsa, déjate seducir por mis patrañas», exclama un mamarracho con la cabeza coronada por cuatro mechones pajizos, erigido este singular carnero en portavoz del gremio adoctrinado. Pero los sobrios, encaramados en el tribunal pétreo del sentido común, se santiguan unánimemente y rematan el noble ademán con un precioso corte de mangas.
Cuánto desconcierta un sobrio nuestro espíritu mezquino, nuestros anhelos cicateros. Cuánto nos hace palidecer el rostro hermético de un sobrio, cuánto nos aterra su rectitud marmórea, su conducta imperturbable. Y cómo duelen los zurriagazos que nos inflige en el trasero el látigo de su coherencia, de su aplomo, de su serenidad. «Yo, sujeto sobrio —nos dice uno, relamiéndose, arrebatándonos la colilla—, te mido a ti el lomo, pintamonas.»
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