No podemos alegar ignorancia, pues de sobra conocemos la experiencia de los demás. Volver la cabeza distraídamente mientras se sonríe, como si la cosa tuviera visos de materia extravagante, no es admisible ni sensato. En algunos casos puntuales, esa valiosa experiencia —cuyo argumento principal hemos ayudado incluso a esclarecer, mientras enjugábamos las lágrimas ajenas— ha sido verdaderamente cercana: la de un hermano, la de una prima, el empirismo adquirido como privilegiados testigos, sin ir más lejos, a través de los padres. Tenemos, pues, la provechosa experiencia de una relación matrimonial fallida, la descripción detallada de todos los inconvenientes que aparecieron en los recodos más ocultos del camino, de ese largo y sinuoso sendero tan sembrado de minas y negros boquetes.


A pesar de ello, a pesar de conocer de primera mano los obstáculos que arruinaron las relaciones de pareja de los demás, nos embarcamos gozosamente, con acerado optimismo —como si nada supiéramos, como si todo lo referido por otros náufragos perteneciera a un mal sueño—, nos aventuramos con una enorme y precipitada alegría en un flamante matrimonio prometedor. Habría que examinar minuciosamente qué es, en realidad, lo que de veras promete, pero en sagrados asuntos de amor, el análisis excesivamente meticuloso resulta grosero e inapropiado: está usted mirando los dientes con demasiada atención a la sonriente dama que se dispone a besar. No es elegante, no es civilizado.


Contamos, a veces, incluso con nuestra propia experiencia, la del reciente y estrepitoso fracaso. Lucimos todavía las tiernas magulladuras que nos causó esa idílica relación matrimonial, que tuvo tanto de idílica como tiene de refrescante —corbata o no mediante— un verano de cuarenta y tres grados a la sombra. Sabemos muy bien, en esta ocasión, cuáles fueron exactamente los torpes movimientos que aflojaron las correas del frágil armazón marital, los comentarios desafortunados que hendieron el invisible manto de confianza, los fatales errores que provocaron la vía de agua en el casco, las meteduras de pata que nos arrastraron al fondo del mar, pero apostamos, aun así, por la conveniencia, una vez más, del matrimonio. Podría decirse, modificando piadosamente el refrán, que el ser humano es el único animal que tropieza tozuda y ciegamente en el mismo altar.


Existe una invisible línea, un poste de vieja madera en esta carretera mal asfaltada que anuncia el comienzo del páramo amargo, un terreno desamparado del que, una vez visitado, no hay posibilidad alguna de retorno. Lo hemos visto en otros matrimonios, lo hemos sufrido en nuestras propias malogradas relaciones, y siempre, por desolador, nos entristece profundamente contemplarlo: ese estadio terrible en que una pareja ya es incapaz de soportarse, en que las más inofensivas propuestas o el menor de los gestos aterrizan en nuestro estado de ánimo como un destemplado puñetazo. Cualquier cosa, por insignificante que sea, nos irrita: “Cariño, ¿quieres un vasito de agua?” “Bébetelo tú, imbécil, yo no tengo sed”.  Cabría preguntarse por esa supuesta conveniencia. Cabría preguntarse si el entusiasmo está justificado. Si tanta blanca emoción trae cuenta.