Vamos a pasar a la historia, qué duda cabe, como la sociedad que hizo añicos lo poco que quedaba de las relaciones personales genuinas. Se nos recordará como la más alegre horda de inconscientes y prescindibles hedonistas, vagos por añadidura, que ha pisado jamás este pobre globo terráqueo. De existir vida inteligente en algún rincón de la galaxia con verdadero interés por visitarnos —y es muy probable que así sea—, no resulta descabellado pensar que tal vez emprendieron el viaje y que, en el último instante, dieron un volantazo, justo antes de disponerse a aterrizar en algún campo llano de Albacete: así, grosso modo, vieron lo que había y echaron a correr espantados. Esperaban encontrar el Siglo de Oro y a punto estuvieron de hundir los pies, azules y membranosos, en un montón de miserable hojalata. Lástima de hojaldres y de toñas que traían para obsequiarnos.

Del mismo modo que un alto cargo de una monumental empresa tecnológica, en Silicon Valley, aseguraba que en su domicilio no permitía el uso de teléfonos móviles ni tabletas —sabedor del riesgo que entrañan para sus hijos, conocedor de la porquería que esconden, de cómo socavan peligrosamente el desarrollo intelectual de un niño—, así los creadores de las infames aplicaciones para ligar, estamos convencidos, frecuentan habitualmente los bares más casposos, las cafeterías con más solera del pueblo, las discotecas más horteras y trasnochadas, y, aborreciendo las pantallitas, repudiando su propia obra de ingeniería, se arriesgan al contacto humano, se aventuran al encuentro personal, a la distancia corta, tradicional. Allí, en aquellos ruedos legendarios del amor, tiran ficha con entusiasmo a las divorciadas, y escuchan conmovidos con una tibia sonrisa, con semblante condescendiente y soñador, asintiendo amablemente con la cabeza, hasta el último de sus dramas, harto prolijos: bien se conoce que fingir compasión, en respetuoso silencio, abre las puertas de un dormitorio.

Milton se queda corto con su paraíso perdido: en qué triste pandemónium debieran ser confinados los usuarios de estas aplicaciones para ligar, de estos miserables mercadillos de carne. Admitiendo que nuestra sociedad, si se mira con ojos tiernos, pudiera considerarse un paraíso del que expulsar a estos rebeldes libertinos —por estirar el símil—, cuesta trabajo imaginar el hedor y las dimensiones tangibles de la cloaca del destierro, es decir, del pozo de lodo en que se está convirtiendo el universo de las actuales relaciones personales: se presenta al ser humano como un trofeo en estas aplicaciones de corte sentimental, como una bicicleta de oferta en el escaparate de una tienda de barrio, como una pieza recién descuartizada, como un hermoso costillar de cerdo. Y el usuario, cómodamente arrellanado en su sofá con funda, arrastrando el dedito en la pantalla, va descartando la presa en función del tamaño del pecho o de la prominencia del paquete, según sea el caso. Y así, en unos minutos, se cimentan los futuros pilares del amor. Del amor puro, honesto, sin mácula. Del amor poético, sincero, arrebatado, sublime.

Y mientras tanto nos preguntamos, entre suspiros, si le faltará mucho al meteorito.