Algo queda, forzosamente, después de admirar durante veinte días las hazañas de un puñado de atletas. Algo tiene que quedar. Y a poco que uno se fije, enseguida descubrirá las secuelas: los vecinos bajan las escaleras con cierto garbo, con una presencia de ánimo de la que carecían el mes pasado, y alcanzan el portal adelantando la cabeza los últimos metros; la muchacha que nos vende el pan arroja las barras a la cesta como si fueran jabalinas, con preciosos movimientos acompasados, que nos hace revivir por un instante, estremecidos, aquellos días de vacunas pandémicas; cuando se habilita otra caja en el supermercado, se asombra uno al contemplar con qué presteza acuden los clientes formando manada: cómo elevan las rodillas, cómo yerguen la espalda, con qué rigor dosifican la respiración, y qué deportivamente se abrazan a la cajera.
Hace solo cuatro días, oíamos hablar de lanzamiento de disco y pensábamos en un vinilo de Amaral que salía volando por la ventana, arrastrando con él toda su amargura, toda esa negra y cansina melancolía, y dábamos gracias a la Providencia. Hoy, por el contrario, hasta el más bobo se apresura a explicarnos con detalle la importancia del ángulo de ascenso del disco. Si los Juegos Olímpicos hubieran coincidido con la Navidad, el cuñado nos habría puesto la cabeza como un tambor de Tobarra. No resulta en absoluto extraño encontrar ahora a un grupo de jubilados jugando a la petanca con un dorsal a la espalda, o colocándose ordenadamente en la valla, frente a la obra, a la consigna de «a sus marcas». Si milagrosamente llueve un poquito en estas tardes de verano —bendito sea el Señor—, los charcos se saltan en tres tiempos, en tres impulsos perfectamente ensayados: cogemos carrerilla, y uno, dos, tres… Damos con el culo en el charco. Nulo. Pero no todo está perdido, nos quedan dos intentos.
Qué hermoso sería trasladar a nuestras vidas ese sano espíritu olímpico del que todavía nos sentimos impregnados. Qué saludable sería, qué enriquecedor para el alma, aplicar esos valores deportivos en nuestro día a día, en nuestras más cotidianas rutinas. En el trabajo, por ejemplo: el ánimo de superación, la voluntad de hacer mejor las cosas y de no culpar a los demás, de anteponer el esfuerzo a la exigencia egoísta. O en las relaciones sentimentales: aprender a aceptar la derrota, asimilar que no siempre se puede ganar, y respetar profundamente a nuestra pareja, hoy convertida simbólicamente en rival. O en el entorno familiar, donde tantas ridículas asperezas nos estropean el talante. O en la forzosa y compleja convivencia en sociedad.
Por desgracia, somos olímpicos de medio pelo, somos olímpicos de muy poca monta, de penosa pacotilla. Y ese ardor que todavía nos bulle hoy en el pecho no es más que un efímero amor de discoteca, un tierno romance estival entre barquitas de remos sobre atardecer sonrosado, un entusiasmo apasionado que se desvanecerá con las primeras tímidas brisas del otoño.
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