Un papanatas, si nos abrazamos a la estricta definición académica, es la persona excesivamente cándida y fácil de engañar. Visto así, el propio concepto, tan empapado de inocencia y ternura, nos despierta una cosquilleante compasión. El papanatismo, es decir, su definición académica, sin embargo, va un poco más allá: es la actitud de quienes, sin ningún criterio, admiran excesivamente a alguien. Si nuestra academia lingüística, excelsa y amorosa brújula, rebajara su talante deferente y pisara el barro grosero de los modales más coloquiales, detallaría este comportamiento como el de un lerdo, un pobre ignorante que aplaude con alegría —y la boca abierta— los dudosos méritos de cualquier imbécil.

También un servidor, como usted, está pensando inevitablemente en esa cotidiana escena, tan reiterada, tan conmovedora, en que un mozo imberbe recita cuatro poemas espantosos en un salón de actos escolar y es ovacionado ruidosamente por su madre y sus tres hermanas mayores, que palmotean como focas amaestradas: tendría que poseerse un corazón rocoso para, en estos casos, no dejarse embriagar por la sensible emoción. Nada arranca más encendidos vítores que las estúpidas hazañas, carentes de todo valor, de nuestros seres queridos. Rompámonos ahora mismo las palmas: la niña ha dibujado una cagarruta en la pared de la cocina. Que alguien llame enseguida, cari, al director del museo.

Este entusiasmado papanatismo es algo que se da mucho en política. En realidad, es en el contexto político donde precisamente cobra sentido. Se necesitarían dos diccionarios enciclopédicos para poder expresar con singular esmero la enorme perplejidad que provoca esa admiración inmediata, incondicional, abrumadora, sectaria, hacia los políticos mediocres. Es desolador comprobar —tiene uno que apoyarse en la pared para recobrar el aliento— con qué facilidad se encumbra a un tonto. No existe, por más que se hurgue en otros ejemplos, la posibilidad de encontrar un paralelismo a esta majadería generalizada. En las redes sociales, esos campos de batalla auxiliares tan sembrados de cobardes vociferantes, los tontos son llevados en volandas como si se tratara de ilustres genios universales. “Se aprueba por decreto la obligatoriedad de que la ciudadanía se pasee con el dedo incrustado en la nariz”, proclama un portavoz, y se aplaude, desde el sector correspondiente, con viva euforia. “Proponemos que se cambie el blanco opresor de las bragas por un verde primavera inclusivo”, profiere una bancada contraria, y enseguida es vitoreada la ocurrencia por su fiel rebaño. Se descorcha el cava vegano con rodantes lágrimas de alborozo. Abrazos y sinceras felicitaciones. Tendencia inmediata en la red, en tiempo real. Hay descalificación e insultos apasionados entre las legiones afines.

Hoy no se discute ya con criterio, no se negocia una coma con el enemigo ideológico, no hay reflexión juiciosa. Ninguna fisura se atisba en la adoración de los necios, ninguna voz crítica o disconforme se eleva en el seno de la familia política. Se defiende el argumentario sin rechistar. Todos a una, amigo mío: el más férreo papanatismo se ha convertido en blindada religión. Deténganse estos giros vertiginosos del planeta, que algunos, si a usted no le importa, deseamos apearnos.