Qué terrible y laberíntico estado, sin posibilidad de atisbar salida alguna, es aquel en que se sumerge una persona que resuelve acabar con su vida. A un servidor, necio encomiable, que cabalga empecinado a lomos de la más rebelde ironía, qué difícil le resulta trazar unas líneas amables cuando se aborda un asunto tan grave, y vestir la opinión de colores vivos, y caer en la burla, en el escarnio, en la complaciente acidez de un chiste.
El debate recurrente y estéril que examina la cobardía o el valor a la hora de tomar la decisión de acabar con todo, poco ayuda a estas pobres almas que no encuentran otro remedio que el de apartar para siempre la mirada. Cómo no será el sufrimiento de algunas personas, cuál no será su desolación, que no se sienten siquiera disuadidas, aunque solo fuera por compasión, por la presencia de unas criaturas, de unos niños inocentes que mañana, desamparados, se convertirán en huérfanos. Presumimos, en muchas ocasiones, una abrumadora tristeza, una enquistada soledad, una frustración emocional, tragedias familiares cercanas como probables causas o detonantes, pero habría que remontarse a las más altas cumbres de la montaña para vislumbrar, al menos con una mínima claridad, el verdadero abismo de estas personas y los motivos reales y complejos que provocaron su determinación.
Qué poco consuelan a una madre que ha perdido a su hijo en estas horribles circunstancias nuestras palabras de aliento, palabras que rescatamos del más ajado y compartido manual de la cortesía rutinaria. Cómo extirpar del desgarro de unos padres el sentimiento de culpabilidad, la punzante sensación de que siempre pudieron haber hecho más por retener a su hijo. Otro gallo cantaría tal vez si, como se ha hecho con las cifras diarias de muertos de la pandemia, se exhibiera también tozudamente el número de suicidios. Visibilizar el gran problema. Se apela a la necesidad de no contagiar una tendencia, de no establecer un efecto llamada o dominó, de no suscitar la imitación, pero uno sospecha, con todo el dolor de su corazón, que la estrategia es menos humana y mucho más frívola: la de evitar molestar a una sociedad voluntariamente inmadura que lo apuesta todo a la sonrisa permanente, al story de la red social, a transitar esos espacios virtuales donde solo cuenta alardear patéticamente de continuo e irreal entusiasmo, por artificial y palmario que resulte: “No moleste usted con esas cifras luctuosas, permítanos disfrutar del fin de semana soleado, de la fotogénica cerveza. Métase usted los muertos donde le quepan, aguafiestas”.
Cuando por una herida abierta de la prensa asoma ocasionalmente esta incómoda lacra del suicidio, damos carpetazo sumario en la barra de un bar con dos oportunos chascarrillos de provincias y tres adecuadas etiquetas. Palmada en la mesa, filosofía de andar por casa y ponte la penúltima, José Luis. Qué fácil se achica el agua cuando no llueve. Pero, ay, amigo, cuando vienen torcidas, no siempre se logra mantener la barca a flote. La vida es hermosa, pero demasiado frágil. La mente del ser humano es maravillosa y capaz de las más deslumbrantes proezas, pero las entretelas de su corazón son asaz vulnerables.
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