Después de hacer el amor con aquella bellísima y enigmática mujer, me había quedado dormido. Pero una repentina corriente de aire me despertó, y lo que vi era más irreal que el más fantástico de los sueños. Ella había abierto la ventana de la habitación de par en par y ahora se estaba desnudando. Pero, ¿cómo se puede desnudar alguien que ya está desnudo? Pues desprendiéndose de su propia piel. Sí, sí, os lo aseguro: se estaba quitando la piel, o sea que se había abierto el pecho, como si descorriera una cremallera, y de su interior surgió una extraña criatura que no acierto a describir, si no como una especie de mantis religiosa de tamaño humano y color violáceo con venosidades amarillas. No sé si tenía dos o tres ojos facetados, ni si sus extremidades superiores acababan en manos, pinzas o tentáculos. El caso es que fingí continuar dormido, mientras intentaba comprender lo que estaba viendo por entre mis párpados semicerrados. La gran maleta, que había visto en el suelo al entrar en la habitación del hotel, se había agrandado en uno de sus extremos hasta alcanzar el tamaño de un ataúd. La criatura estuvo plegando cuidadosamente su epidermis humana y la guardó en ese habitáculo, para introducirse luego ella misma y cerrar la tapa. Después, una rara luminosidad verdosa surgió de la parte inferior del fingido equipaje, que empezó a levitar en medio de una brisa magnética que me puso los cabellos de punta, no sé si de horror o como efecto de la electricidad estática que lo envolvía todo. Y el raro vehículo acabó saliendo por la ventana y perdiéndose entre las nubes nocturnas.
¡Había estado haciendo el amor con una extraterrestre! Mientras me vestía apresuradamente, recordé el comportamiento de mi amante cósmica. A pesar de la gran maestría erótica que me había demostrado, su rostro permaneció siempre inexpresivo y misterioso. Hasta sus orgasmos parecían programados, como si se tratase de un autómata preparado para fingir goces sexuales. Y lo peor es que era cierto…
Salí del hotel con la sospecha de que la criatura me había robado algo, quizá un litro de sangre, un órgano interno o alguna función psíquica o fisiológica. Aunque una vez en casa me tenté el cuerpo y me estudié detenidamente en el espejo del armario sin apreciar nada digno de mención; como no fuese una inusual sensación de paz.
Cuando me dirigía al trabajo, a la mañana siguiente, un estúpido en coche descapotable me adelantó por la derecha y se puso delante de mí, entorpeciendo mi marcha. Yo no reaccioné; mejor dicho, me olvidé de él después de considerar que su comportamiento debía obedecer a alguna clase de complejo de inferioridad mal resuelto. Más tarde, en el despacho, cuando me enteré de que López, el otro jefe de sección, había realizado por su cuenta una operación que yo había planificado, ni siquiera me enfadé. En cualquier otra ocasión hubiera tenido una bronca con él, por intentar tomarme la delantera ante don Senén, el director gerente; pero ahora me daba igual, mi concepto del éxito ya no se basaba en rivalidades triunfantes. Llamé a mi chica, pero comunicaba. Y me sorprendí gratamente al no sentir la comezón de los celos, ni preguntarme desconfiadamente con quién estaría hablando. Creo que razoné que, mientras a la noche siguiera dispuesta a darme cariño, me importaba muy poco que tuviese aventurillas ocasionales con jovencitos; tal como, por otra parte, había hecho yo con…¿una alienígena? Y a la tarde, con una sonrisa de oreja a oreja, comuniqué a los socios del Club de Ejecutivos Agresivos que les presentaba mi dimisión, porque sin cargos ni responsabilidades se vive muy bien. Y lamenté para mis adentros lo que me había costado llegar a ser su presidente y la de pisotones que había tenido que dar.
Me sentía tan feliz lejos de halagos, distinciones y triunfos sociales, que al fin comprendí lo que me había robado la criatura. Me había robado el ego.
Y deseé con toda mi alma que nunca regresase para devolvérmelo.
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