La tormenta nos había desbaratado la última tarde en París. El guía, a falta de poder enseñarnos Montmartre y los Jardines de Luxemburgo, había organizado un bingo en el salón del hotel. A mí no me gusta ese estúpido juego, así que permanecía al fondo de la estancia ante una mesa, con mi vaso de whisky, observando distraídamente a mis entusiasmados compañeros de viaje. Entonces la vi de nuevo. Era una mujer espléndida, de unos 35 años, que viajaba con un grupo de escandalosas compañeras. Por las conversaciones oídas supe que estaba casada y tenía dos hijos. Su perfil era perfecto, de estatua griega, y no pude resistirme a la tentación de dibujar su rostro en una servilleta. Entonces, ella se volvió hacia mí y se me acercó.

            -Esa soy yo, ¿verdad? – me dijo, admirando mi obra – Vaya, te ha salido muy bien. ¿Me lo regalas? – y yo asentí con la cabeza.

            Se sentó conmigo y me confesó que siempre había soñado con que un artista le hiciera un retrato, aunque hubiera preferido uno de cuerpo entero y desnuda, como la maja de Goya. Yo me armé de valor y, sonriendo forzadamente, le dije: “Si quieres, te lo hago”. Y ella se me quedó mirando durante un rato que se me hizo eterno.

            -Vale, vamos a mi habitación y me lo haces – y sin esperar mi respuesta, me condujo a su cuarto.

            Mientras yo buscaba una hoja en blanco donde plasmar el dibujo, ella se desvistió en un santiamén y se colocó en la cama, adoptando una postura goyesca.

            -Me da corte – me dijo con fingido apuro – que yo esté desnuda y tú vestido.

            Y yo, torpe y apresuradamente, me fui quitando la ropa.

            -¿Quieres que me quite también los calzoncillos? – pregunté con estudiada sencillez, intentando aparentar naturalidad. Y ella me contestó con una leve inclinación de cabeza. Sonreía divertida, sorprendida quizá por la circunstancia inesperada y casi cómica, y con un ligero temblor de excitación escapando de sus labios entreabiertos.

Tal vez esperaba que me lanzase sobre ella, obnubilado por la pasión erótica, pero yo seguí siendo el artista que siempre he sido, y me incliné para besarla tiernamente en los labios, antes de que mis manos comenzaran a recorrer con voluntariosa parsimonia su fantástico cuerpo, apenas rozando su piel satinada. Y fui conquistando sus tesoros lentamente, progresando en la pasión conforme ella me abría sus pétalos. Y en sus jadeos y su entrega yo la veía cada vez más hermosa.

Cuando oscureció, no encendimos la luz y dejamos que, tras la ventana, la tormenta nos enviara sus destellos de relámpagos que sorprendían a nuestros cuerpos en posturas extrañas. Los gritos de gozo, los suspiros y los estertores sonaban en la habitación con más fuerza que los truenos lejanos que retumbaban sobre los tejados vecinos. Y así, entre orgasmos y  dulces desmadejamientos, transcurrió toda la noche.

La exploré en sus más ocultos rincones, me exploró hasta donde nunca había tenido conciencia de mi ser. Fuimos uno y multitud, animales y ángeles. Nos dimos y nos devoramos, nos gozamos y nos sentimos en cuerpo y alma. Nos desbordamos como torrentes y nos licuamos como una sola agua en un estanque de nenúfares. Nos recibimos y nos penetramos hasta la extenuación. Habíamos convertido el sexo en una obra de arte; más que el retrato de cuerpo desnudo que nunca le llegué a realizar.

El alba nos sorprendió en la séptima cópula. Y nos detuvimos al fin cuando los primeros rayos de sol atravesaban las nubes en retirada. Estábamos ahítos, exhaustos y felices. Ya todo había sido consumado.

Y entonces lloramos, lloramos los dos desconsoladamente, abrazados y temblorosos, porque se estaba cerrando aquel paréntesis inefable.

Después, la vida cotidiana proseguiría su enojosa marcha, y lo extraordinario sería confinado en el secreto y en el recuerdo, para siempre.