Tenía razón Jorge Manrique cuando escribió que “Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar…”; y, tal como los ríos, a veces, la vida se sale de su cauce, y uno, como un río, se siente desbordarse y abarcar terrenos que nunca soñó cruzar. En ocasiones, ocurre que uno se entera, a toro pasado, de que la vida pudo tener otras dimensiones, otras consecuencias. Pero también percibe que el pasado, como una inundación pretérita, ya no le pertenece y que el cauce, ahora, ha vuelto a su dimensión cotidiana y que es vano pensar en lo que “pudo haber sido y no fue”, y que los viajes en el tiempo no tienen sentido. Y, sin embargo, capta en lo más hondo del tiempo el ímpetu de desbordamientos pasados que no supimos encauzar.
El otro día, con motivo de un acto social, alguien me presentó a una amable señora cuyo rostro me parecía familiar.
-No sé si te acuerdas de mí – me dijo – pero yo te conozco de cuando estudiábamos en la Escuela de Comercio, hace más de 50 años – y tras dudar un momento, me preguntó – ¿Te acuerdas de Nina, la que vivía en Santa Cruz, donde los guateques? ¡Qué tiempos!
Yo asentí, aunque no era capaz de recordar con claridad la cara de la tal Nina.
-¿Sabes? Ella estaba enamorada de ti, en secreto, pero tú no le hacías caso. La pobre organizaba los bailes en su casa con la esperanza de que vinieras; aunque tú, la mayor parte de las veces, andabas por las montañas haciendo alpinismo…
Claro, ahora recordaba a la dulce Nina. Entonces yo estaba en otra onda. Iba loco por Mari Luz, la que se sentaba en el pupitre de delante; la que siempre llevaba el pelo recogido, y su cuello blanquísimo y suave me soliviantaba, cuando se giraba y se le formaban unas mórbidas arruguitas que me provocaban deseos inconfesables. Era la más guapa de la clase, y no me prestaba la más mínima atención. Así que yo, despechado, me marchaba a las montañas a escalar cumbres y ni me fijaba en la pobre Nina. Al final, Mari Luz acabó casándose con un machorro posesivo, rico y estúpido.
-¿Y qué fue de Nina? – pregunté a mi interlocutora, que bajó la cabeza con un gesto de vago pesar.
– La pobre se murió muy joven. Como tú no le hacías caso, se buscó un novio en el barrio, y 20 días antes de casarse falleció de un ataque de diabetes. Resulta que era diabética, pero no lo sabía, y cuando fueron al restaurante donde tenían que celebrar el banquete de bodas, para hacer una degustación del menú, comió una porción de tarta y se puso muy malita, se desmayó y alguien dijo que había que darle mucha agua con azúcar. Fue empeorando por momentos hasta que se le paró el corazón… a la pobre – y concluyó -. Si tú hubieras sido más cariñoso con ella, a lo mejor no se habría muerto.
Y en mi interior sentí un desbordamiento, una inundación de emociones, de penas inmensas, de una vida antigua que se revolvía en los recuerdos y me anegaba.
Me marché a Santa Cruz y subí las viejas escalinatas por donde bajan al Cristo en la más espectacular procesión de nuestra Semana Santa. Casi sin pensarlo me di de bruces con la vieja casa de Nina – ahora viven en ella unos extranjeros -. Atisbé desde abajo la terraza donde se hacían las fiestas y desde la que se puede contemplar todo Alicante, desde las faldas del Benacantil hasta el puerto, y la mar, esa mar a donde van a parar los ríos de Jorge Manrique; y más allá, justo en el horizonte, la Isla de Tabarca, con las prominencias de su iglesia, la Torre de San José, el faro… y el minúsculo cementerio que acoge a los tabarquinos cuando sus vidas desembocan en la mar que es el morir…
Volví de nuevo la mirada al portal donde Nina me esperaba en vano en las tardes domingueras de guateque. La volví a ver, menudita y graciosa, con su cara tan linda y tan triste por mi ausencia. Y me sentí culpable y estúpido; y los sentimientos desbordaron el río de mi vida, y también mis ojos, desde los que unas ya inútiles lágrimas recorrieron mis mejillas.
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