La cilíndrica mole del castillo de Sant’Angelo, en Roma, había sido en sus tiempos el enorme mausoleo del emperador Adriano, y después fue el baluarte que cerraba el Vaticano católico desde la orilla del Tíber. También ha sido cárcel hasta hace pocos años, y aún hoy se pueden ver sus celdas a lo largo del interior de su muro cuadrangular. A principios del siglo XVII, su pináculo estaba coronado por un ángel de mármol, obra de Raffaello de Montelupo, hasta que a mediados de la centuria siguiente fue sustituido por uno de bronce, mientras el original era colocado en un patio interior.
Cuando, en una mañana de enero del año 1600, un austero carruaje de caballos se detuvo ante la fortaleza, toda la guardia se dispuso a rendir honores al flamante cardenal Roberto Bellarmino. Se trataba de un joven jesuita al que se consideraba el mejor teólogo de la corte de Clemente VIII. Días atrás, como Instructor del Santo Oficio, había entregado a un preso un escrito con 8 proposiciones teológicas que éste debía aceptar, renegando de sus herejías, si quería evitar la muerte en la hoguera.
-Que traigan al reo a mi presencia – ordenó al oficial, mientras se sentaba tras la gran mesa de la sala de audiencias, acompañado por un solícito escribano.
Giordano Bruno, un fraile dominico renegado, entró en la estancia arrastrando cadenas y flanqueado por dos guardias armados. Miró al príncipe de la Iglesia con rostro burlón cuajado de hematomas y tumefacciones que deformaban su aspecto.
-Vaya, padre Bellarmino, os felicito por vuestro ascenso – dijo mientras permanecía en pie, altivo, a pesar de sus quebrantos -. Imagino que vuestra amorosa gestión por la salvación de mi espíritu, a la que debo agradecer todas las privaciones y martirios que me han proporcionado vuestros esbirros, ha debido contribuir a que ganéis prestigio ante nuestro Santo Padre, hasta el punto de que os ha nombrado cardenal.
-Dejaos de chanzas y decidme si habéis leído mi escrito de cargos y si estáis dispuesto a abjurar de vuestras repugnantes herejías – respondió Bellarmino, molesto.
-Sí, Eminencia, lo he leído y, la verdad, en cuanto a mis opiniones teológicas, no me costaría nada renunciar a ellas, porque considero que todos, incluidos vos y el Papa, podemos estar equivocados en temas tan abstrusos… Pero nunca renegaré de mis teorías sobre la infinitud y eternidad del Universo y la pluralidad de los mundos.
-¿Estáis dispuesto a morir por sostener que las estrellas son otros soles lejanos, con planetas habitados girando a su alrededor? – preguntó el cardenal, incrédulo – Eso es lo que el polaco Copérnico afirmaba que le ocurría a nuestro mundo, contradiciendo así a las Sagradas Escrituras; pero es que vos, además, lo multiplicáis por infinito.
-Sí, señor, lo sostengo porque me lo dicta la razón, y porque, en todo caso, se trata de una cuestión científica y no de fe, que muy pronto alguien podrá estudiar y demostrar, cuando se invente un aparato que acerque la visión lejana de los astros, como ya se puede hacer hoy día con las cosas pequeñas, gracias a las lentes de vidrio. Y, en última instancia, porque reclamo mi derecho inalienable a ejercer la libertad de opinión.
-Os mostráis contumaz en vuestros errores. Me temo que no tendré más remedio que leeros muy pronto vuestra sentencia de muerte en la hoguera – amenazó el prelado.
-Sí, pero la pronunciaréis con más miedo del que yo sentiré al escucharla.
El poderoso Bellarmino se marchó dando un portazo, aunque aún se volvió al oficial para ordenarle: “No lo torturéis más. ¿Para qué? Ese hombre es irrecuperable.”
Esa noche, Bruno observaría un pequeño fragmento de cielo desde la ventana enrejada de su celda, y vería la silueta del ángel de piedra recortándose contra un Cosmos infinito, increado, eterno, lleno de soles y vidas remotas, grandioso como la idea de su Dios inmanente y tan distinto del mezquino y celoso Señor de artificiales engranajes, epiciclos y esferas de cristal, diosecillo minúsculo de un mundo corto y miserable, al que creía servir Bellarmino.
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