Anochece. La niña ha terminado de cenar y se dispone a dormir. Ya se ha desnudado y puesto el camisón, ella solita, y se ha metido en la cama.
-Abuela, abuela, ¿me cuentas un cuento?
Y la vieja se sienta al borde del lecho y sonríe, mientras arropa a la niña y se deleita contemplando sus rubios cabellos ensortijados y sus ojos azules del color del mar lejano.
-Érase una vez… – dice, escrutando las rugosas vigas del techo, como si buscara en sus vericuetos carcomidos la inspiración de lejanos recuerdos – Érase una vez un extraño país donde no existían las monedas de oro, de plata ni de cobre. El dinero consistía en estampitas de papel que tenían el valor que llevaban impreso en una de sus esquinas.
-¿Y los habitantes de ese país tan extraño podían creerse que el valor de un papel depende de la cantidad que lleva escrita, y no del peso y el material con que está hecho?
-Sí, porque eran unas personas muy tontas. Tanto que en ocasiones los ricos acaparaban todo ese dinero de papel y los pobres no podían comprar pan.
-¡Ay, que risa, abuela! Pero, ¿cómo podían pensar que el papel vale más que el pan? Si el papel no se come…
-Pues, ya ves. Además, sus leyes eran muy raras. Había una ley que decía que los que aportaban una cantidad de ese ridículo dinero de papel para montar una empresa, eran ya para siempre sus dueños; mientras que los trabajadores que la hacían funcionar todos los días y sin cuya labor no daría ningún producto, no eran en absoluto dueños de nada, y solo tenían derecho a percibir un salario muy inferior al valor de su trabajo.
-Eso es increíble, abuela. ¿Y los trabajadores lo consentían?
-Sí, sí, y más todavía. Los políticos que conseguían el poder con los votos de todos, y que para ganar las elecciones hacían al pueblo muchas promesas, las incumplían luego y se dejaban sobornar por los ricos, convirtiéndose en corruptos, o sea, podridos.
-¿Y todo por esos billetitos de papel?
-Ah, por esos billetitos había quien robaba, quien mataba y quienes provocaban guerras espantosas y crisis llamadas “económicas”, en las que la gente podía morir de hambre en un país donde sobraban el trigo y la carne, pero faltaba el papel.
-No me cuentes nada más, abuela, porque no me puedo creer un cuento tan descabellado. Esa historia es tan absurda que no puedo entenderla.
Y la vieja se queda pensando un momento.
-Pues, ¿sabes?, yo creo que el Lobo sí que la entendería…
-Buenas noches, Abuelita – dice la niña, negando con la cabeza.
-Buenas noches, Caperucita.
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