La luz temblorosa de una única vela cubría de confusas luces y sombras las desconchadas paredes del cuchitril. En su centro, una desvencijada mesa servía de peana a un único plato ocupado por un huevo frito y a unos mendrugos de pan oscuro. A su alrededor, la mujer prematuramente envejecida, que un día fuera hermosa y optimista, y dos niñas rubias de pelo crespo y rostros pecosos y pálidos, miraban con pesadumbre la que iba a ser su magra cena. No había ningún hombre en casa, se había marchado tiempo atrás, cuando comenzaron los tiempos de la infamia que muchos llaman crisis.
,-No hay nada más para cenar esta noche – decía la madre en voz baja, avergonzada de sentirse responsable de la desgracia -. He perdido todo el día buscando trabajo y no he tenido tiempo ni dinero para comprar comida. Mañana iré a Cáritas, a ver si os puedo traer algo – y suspiró -. Comeos el huevo entre las dos. Yo me conformo con un mendrugo.
-No, mami – dijo la mayor de las niñas, con resolución –, lo dividiremos en tres partes… Porque si tú te pones enferma, ¿quién cuidará de nosotras?
-Pero… – intentó argumentar la mujer – un huevo frito no se puede partir en tres pedazos, porque la yema es líquida y se desparrama… Un huevo frito es indivisible.
-Sí que se puede repartir, mami, si vamos mojando el pan en la yema, una detrás de otra, hasta terminarla y, después, la clara, que es sólida, se corta en tres partes.
Y así lo hicieron, hasta terminar con el huevo y con el pan.
-Ahora, vamos a dormir, hijas mías, que mañana será otro día.
-Oye, mami, ¿por qué han dejado de darnos el almuerzo en el colegio?
-Porque los políticos necesitan el dinero que cuesta vuestra comida para dárselo a los banqueros.
En las palabras de la madre – que no percibía subsidio de paro ni ayuda social de ninguna clase -, se evidenciaba un rencor infinito a ciertos altos ejecutivos, de esos que se retiran con pensiones millonarias después de haber arruinado los negocios de los demás en arriesgadas operaciones especulativas, cegados por la ambición y la incompetencia.
-¡Malditos cabrones! – fue su oración de buenas noches.
Y así podríamos afirmar que un huevo frito solo se puede compartir cuando hay mucha confianza y cariño entre los comensales; pero que eso no es posible ni conveniente en un banquete formal, de los que celebra la gente elegante.
A pocos kilómetros del cuchitril, en un moderno hotel, se celebraba la cena conmemorativa del tercer aniversario de una sofisticada tertulia literaria. Las mesas formaban un cuadro alrededor de un centro repleto de velas encendidas, que no estaban allí para iluminar el comedor minimalista, sino como elemento decorativo. Entre los sabrosos manjares que se servían antes del plato fuerte, en bandejas para el picoteo colectivo, había unas cuantas de patatas con jamón, coronadas, cada una, por un huevo frito. Los que ignoran el secreto del plato llamado “huevos rotos” no saben que, antes de consumirlo, hay que destrozar el huevo y desparramar la yema sobre las patatas y el jamón. Así que, ¿quién de esos ignorantes gastronómicos – tal como yo – se atrevería a cometer la descortesía de apropiarse de la yema, en perjuicio de sus compañeros?
Cuando los camareros retiraron las bandejas de los entrantes, una desconsolada yema ocupaba el centro de alguna de ellas. La cosa habría sido distinta si cada fuente hubiera estado coronada por tres o cuatro pequeños huevos de codorniz; pero entonces el plato ya no sería de “huevos rotos”, si no de minúsculos huevos individuales.
Lo dicho, que un huevo frito, salvo casos muy excepcionales en cuanto a los comensales o a alguna original receta gastronómica, es indivisible, por mucho que esté iluminado por una o por varias velas.
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