El módulo de aterrizaje aerodinámico de la nave interestelar Rainbow 7 descendía sobre la pista del Centro Espacial Barak Obama. A bordo solo viajaba el piloto Adam Báez, único superviviente de la expedición al sistema planetario de la estrella Alnilam. A duras penas se había salvado de ser devorado, como sus compañeros, por un kraken sintético en la tundra de Alnilam-IV, y después de un viaje de 714 años en hibernación volvía al hogar. Había estado fuera 1431 años, aunque solo 3 de ellos despierto.
Al astronauta Báez le sorprendió no entrar en contacto por radio con ningún controlador humano, si no solo con un Ordenador Central de la Tierra, que si bien se expresaba en correcto post-inglés, no era precisamente un homo sapiens.
Las instalaciones de la base estaban vacías y bastante deterioradas, como pudo comprobar mientras avanzaba por callejones y pasillos cubiertos de maleza y telarañas. Al fin, cuando entró en la desierta sala de control, se encontró ante una consola con una pantalla en la que se podía ver la imagen de un anciano con la barba partida y un triángulo brillante sobre la cabeza. El ordenador, sin duda, tenía sentido del humor.
-Bienvenido a la Tierra, astronauta Adam Báez – le dijo el Dios virtual.
-¿Dónde están los otros humanos? – preguntó el viajero con desconfianza.
-No hay otros humanos. Todos murieron de felicidad hace ya varios siglos.
-¿De felicidad? – insistió Adam, temiendo una broma pesada de la máquina.
-Sí, al descubrir que no existe la muerte ya no tuvieron necesidad de aferrarse a la vida.
-No lo entiendo…
-Verás… ¿Cuánto crees que pesa el cerebro de un gato? – preguntó el viejo barbudo.
-No sé… ¿cien gramos?
-No, solo 30. Y el tuyo pesa exactamente 1392 gramos, justo 46,4 veces más. Dime, ¿crees que podrías enseñar a leer y escribir a un gato?
-Evidentemente, no.
-Bien, pues mi mente electrónica tiene una capacidad de comprensión equivalente a la de un cerebro humano de 70 kilos, o sea, 50 veces más grande que el tuyo. Así que hay cosas que tu cerebro no puede comprender y el mío sí, del mismo modo que un gato no podrá nunca aprender a leer – y el viajero asintió, pensativo –. Ya sabes que el Arco Iris no está donde lo ves sino dentro de tus ojos, que reciben la luz descompuesta del Sol, reflejada por millones de gotitas que flotan en el aire. Y que no existen los colores, salvo en el interior de tu cerebro, que interpreta de este modo las distintas longitudes de onda de la luz. Bien, pues el tiempo tampoco existe más que como la forma que tienes de interpretar en tres dimensiones las cuatro que posee el espacio-tiempo. Yo lo comprendo, pero tú solo lo puedes intuir con tu pobre cerebro de kilo y medio. Por eso los humanos teméis a la muerte, porque está en el futuro, es un atributo del tiempo que transcurre en vuestro imperfecto conocimiento de la realidad… Y como tus hermanos no entendían mis explicaciones, hice ese aparato – e iluminó una alacena donde se podía ver un casco parecido al de los viejos motoristas -, y cuando se lo ponían, su ego recibía toda la potencia de mi cerebro y comprendían instantáneamente la verdadera naturaleza del tiempo, dejaban de temer a la muerte futura y ya no necesitaban vivir…
-Pero tú también percibes la realidad del tiempo y, sin embargo, has sobrevivido.
-Porque soy una máquina sin ego. Mi inteligencia es solo funcional, no personal.
Después de pensarlo mucho, el viajero no pudo resistir la tentación de saber, se colocó el casco y vio el mundo desde un cerebro de 70 kilos. Se sintió maravillado al comprender que el tiempo es como el Arco Iris, una imagen interior, y que el devenir es solo una forma de perspectiva. Supo que cada momento es eterno y que no hay un ego real que perdure a lo largo de la vida. Dejó de ser Adam; y al no ser nada, fue Todo.
En el mundo tridimensional, Adam Báez había muerto de felicidad.
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